Esa tarde caminamos tomados de la mano por la mitad de la calle, reímos de tonterías y nos dimos, pequeños y sin intención, besos al borde de los labios y en las mejillas.
Sonreímos sin pensar en el que dirán, ni en el mañana, sin preocuparnos por los años cuidándonos de tener más cercanía de la necesaria para no dañar la amistad. Nos dejamos llevar y ya.
Al llegar el metro, para despedirnos, sin pensar en nada más, nos dimos un tierno besito en los labios, y el fuego se encendió, como si ese beso tantos años esperado nos estuviera cobrando intereses.
Fue el beso perfecto, totalmente de película, su mano aferrando mi cabeza, entretejidos sus dedos en mi cabello y la otra acercando mi cintura a su cuerpo; mis brazos en él escondiendo el temblor de mis manos, el tiempo detenido en el movimiento de los labios y la pérdida total del sentido del tiempo, la prudencia y la saciedad.
Y luego, llegó de nuevo el metro, abrió las puertas, la gente entraba y salía, y el beso continuaba; me solté aun sin querer hacerlo y entre al vagón mientras él sostenía mi mano y me decía “no te vayas...” y yo solo sonreía y respondía “déjame ir...” soltó mi mano, las puertas se cerraron y yo me quede pensando en el vagón y mordiéndome los labios... que idiota! Debí quedarme!
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