Mire que de adolescente, por afán de buscar aventuras, me inscribí en una célula radical de extrema izquierda. No éramos de los que gustaban aburrirse, así que hice barbaridad y media en nombre de la clase trabajadora, hasta que me deportaron casi muerto a patadas.
En Suecia aprendí a trabajar y retener mis instintos selváticos. Hasta hice una familia con una guapa sueca que no hace mucho me dejó. Sigue viva y activa ella, simplemente se alejó de mí. Cosa de nórdicas, lo entiendo.
Siempre me mantuve activo entre la comunidad deportada y luchadora; organizamos todo tipo de colectas para la bases combativas, que en América del sur construían su propio futuro a fuerza de huelga, piquete, lucha de clases.
A través de los años, ya inmersos en la sociedad sueca, festejamos orgullosos las noticias que empezaron a llegar: Venezuela y su comandante, Brasil y Lula, Chile y Bachelet, Paraguay con Lugo, Uruguay con ese caballero de la cucaracha Volswagen, Ecuador y Correa, era como que nuestros sueños se llegaban a hacer realidad, fuimos felices.
Ante el inminente triunfo de la revolución, ya con buenos años encima decidí invertir en mi ciudad natal y retirarme ahí de donde había salido, a la mala, años atrás.
Armé una panadería artesanal estilo europeo, contraté personal y los entrené al mejor estilo ISO 9001, asumí bastantes riesgos, me enredé con una operaria (razón de el adiós de mi compañera sueca) y cumplí con todas las exigencias estatales. Con obstinación y fortuna logré adueñarme de un nicho de demanda en la ciudad y el negocio prosperó de lo lindo. Nuevamente fui feliz.
No había modo de saber que un día, en una visita de inspección sorpresa, el comandante se ofendería por no encontrar pan popular a la venta y decida expropiar mi negocio sin explicación alguna. Todo cambia dice la canción popular.
Y si, yo cambié. Ya no creo en fidelidad de jóvenes operarias, amores eternos, infalibilidad del comandante, lucha proletaria, ni enanitos verde olivo.
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