CUENTO
Esperando tren en la estación de Mostazal
Un bolso de viaje más una valija pequeña me acompañan en el andén, en el andén de hormigón intacto de la vieja estación de Mostazal, construida con adobes de siglos pasados, reconstruida, cada vez después de varios sismos, muestra hoy sus muros heridos afirmados en pilares abatidos por el último terremoto del 27 de febrero. Se notan sus años, se siente la historia que escapa por las grietas que dejó el cataclismo en sus muros al igual que por las heridas de los maderos gastados y resquebrajados, que se asoman por entre la vestidura rota de pinturas periódicas que muestran e indican ciclos de vida. Estación anidada en un valle vegetal, que conoce de la historia de familias hacendadas venidas de lejos, como así también la de familias autóctonas que dan la sangre por la tierra, en un lugar donde se unen cordilleras, donde se oye el rumor de ríos que bajan presurosos de Los Andes buscando la bravura del Pacífico, donde bandadas de peucos circundan la cima del Challay. Estación de las pocas que conserva esqueleto y vestidura de otros siglos que recuerdan con nostalgia la sirena de las metálicas locomotoras a vapor arrastrando trenes de madera.
Es un valle verde de caseríos dispersos en pequeñas villas: La Punta, Los Marcos, Angostura, matizado de variados frutales entreverados con vides que hoy cubren las que fueron grandes extensiones dedicadas al cultivo de la mostaza, según lo he leído en su historia.
San Francisco de Mostazal es un pueblo donde el tiempo corre más lento, donde el viento no tiene premura, donde hay tiempo para almorzar y también para conversar una botella de buen vino a tan solo sesenta kilómetros de la gran ciudad, a cuarenta minutos de Santiago, a un tranco de la vorágine capitalina…y hoy con una atracción nueva, algo que atrae al capitalino, algo que incita el ansia de ganar o el deseo de tener: un moderno gran casino donde se juega el destino en la ruleta del bolsillo.
Me gusta el pueblo, en el poco tiempo que llevo en él desde que el destino me trajo hasta aquí, me he acostumbrado a sus costumbres, me he mimetizado en sus matices, me he apachorrado con su pachorra, he pretendido entrar en su historia, me he enredado en historias con algunos pares de ojos… y no me explico por qué me encuentro en la estación buscando otro camino.
Me queda poco tiempo, veinte minutos, para decidir qué rumbo tomar, el norte o el sur, pues la vía tiene sólo esas dos direcciones para dirigirse cada media hora en una de ellas. Se aleja o se acerca dependiendo del destino u origen de cada pasajero. Chile es así: solo tiene norte y sur. Tengo minutos para jugarme el rumbo en la ruleta de la vida.
Miro el reloj, me quedan diecinueve minutos, estoy decidiendo si vuelvo o si voy. Si voy es el norte, si vuelvo es el sur.
Hacia el austro es la cuna, el regazo ya ido, una reprimenda señera, caricias de padres, un libro de ilusiones, esperanzas puestas en mí; travesuras de niño inquieto, primeros sueños oníricos de joven imberbe, ansias de caminos en los pies, sed de paisajes en los ojos, deseo de pequeñas pero hermosas vivencias… y sobre todo es la tierra del viento del sur.
El norte siempre es la incógnita, es la aventura, es la travesía de Ulises, es la tentación. Es querer abarcar con la mirada ese gran paisaje que se presenta cual mesa servida. Es el derrotero oscuro en el que solo vemos la luz del final del sendero, derrotero que emprendemos sin saber si esa luz estará cuando la meta alcancemos… desesperados buscando grandezas.
Los minutos comienzan a deslizarse raudamente...
Faltan dieciséis minutos…
El camino para llegar hasta aquí en distancia fue corto, pero con muchas estaciones. En vida fue un largo cauce a veces torrentoso, algunas apacibles, con remansos de placer, otros de dolor acompañados por muchos de tristeza, pero viví, quizás no a al máximo o a concho como decimos en Chile, pero siento que viví, vivo, quiero seguir viviendo y aunque muera…igual quiero permanecer viviendo.
Quince minutos…
Mientras decido el sentido cardinal del viaje, distraídamente me pongo a mirar la vieja y herida estación, observo sus ventanas, sus puertas de maderas nobles, los pilares pintados que a duras penas sostienen el alero que da sombra a la añosa galería… lo que veo me recuerda la violencia sísmica. Se nota que allí todo es antiguo, por lo menos es más viejo que yo, Contrasta con todo ello la boletería que expende boletos con una máquina moderna en un recinto provisorio como así también el andén que resistió el terremoto, construido con ideas, materiales y faroles de hoy…
Catorce minutos…
¿Cómo llegué a este pueblo? ¿Cómo anclé en esta estación?
No lo sé. Quizás el destino, el trabajo, una casualidad, las circunstancias tal vez.
Esto último es lo más probable, pues siempre he creído que todo es resultado de circunstancias, por ende yo también soy el producto final de circunstancias. Son estas la que van tejiendo lo que llamamos destino a la vez que van trazando la ruta que vamos siguiendo.
¿Cuáles serán las circunstancias que me trajeron aquí? Alguien debe saberlo.
Trece minutos…
Descubro en una pared cerca de la puerta principal, aún en pie, una placa de bronce, bronce sucio de tiempo, con una leyenda que me dice que realmente la estación tiene muchos más años que yo. Allí dice que fue fundada en 1860, hoy estamos en el 2010, soy del siglo pasado pero la estación es del siglo antepasado. Yo no tengo tantos años, pero ella aunque vieja y maltratada se ve más viva e inquieta que yo, pues ya se está reconstruyendo.
Doce minutos…
¿Qué rumbo tomar? ¿Volver a un pasado perdido o buscar un incierto mañana? Aunque también pienso que podría salir de allí para quedarme en el hoy sin ayer ni mañana a solo vegetar sin crear raíces ni lazos que arraiguen o amarren. Pero siento que quiero seguir gozando mi libertad, libertad de elegir el camino y lo más importante: libertad de no saber dónde ir.
Once minutos…
Sin darme cuenta he sacado del bolso de viaje donde llevo mi archivo de vida, mis libros, mis pobrezas , mis riquezas, mi casa y el pan para el camino, la cámara digital moderna para sacar fotos en sepia a la vieja estación.
Se acerca el guardia que al ver mi interés por la placa de bronce comienza a contarme de la vieja estación, de su historia, de su tiempo, de los pasajeros de todos los tiempos, de lo poco que se preocupan las autoridades para conservar aquella reliquia agregando a ello el poco interés de la empresa de ferrocarriles por restaurar aquellos techos que guardan despedidas, encuentros y lluvias de ayer.
Diez minutos…
¿Cuántos años han pasado de mi primer viaje en tren, allá lejos en el sur, allá lejos en el tiempo?
Muchos han pasado, han pasado juegos más juguetes, han pasado estudios con diplomas, han pasado partidos de fútbol algunos ganados otros perdidos, han pasado tiempos de ayuno alternados con otros de buenos asados, han pasado contratos y finiquitos, han pasado estaciones tristes también alegres, han pasado mujeres buenas, han pasado amores, han pasado tantas vivencias que me olvido que han pasado. ¿Qué queda del camino? ¿Queda algo? ¿Cuánto queda? ¿Quién queda?
Nueve minutos…
Llega gente a la estación, hombres, mujeres con niños que saben dónde van. Que tienen marcado el rumbo, pues van decididos directamente a la boletería a comprar su pasaje al norte o al sur, no se detienen a pensar que rumbo tomar. No sé si los envidio, pues pienso que no son libres, van directo a un punto cardinal sin detenerse, pienso que están condicionados como si fueran partes de una máquina ¿O serán parte del tren?
Ocho minutos…
Ocho minutos le queda a mi libertad de elegir, ocho minutos que ocuparé en tomar la decisión correcta, planificar un derrotero, comprar un paquete de galletas dulces más una gaseosa sin azúcar,
Ya ocupé diez minutos para tomar fotografías a los años de la estación, al guardia, a la caseta de maniobras, a la señora de edad indefinible que vende los boletos y… a esa muchacha de pelo largo, oscuro y liso, con lentes para sol, jeans ajustados que carga una mochila al hombro mientras que esboza una sonrisa regalada cuando se da cuenta que la estoy guardando en mi cámara con todos sus pixeles., mientras pienso: ¿Solo o con ella?
Siete minutos…
Pienso que hubo tiempos de otras sonrisas, con otras mochilas, en otras estaciones que detuvieron, acompañaron y prolongaron mi viaje porque en ocasiones más de alguna alteró su propio rumbo y por consecuencia arrimamos nuestros rumbos..
Es probable que una de esas sonrisas me haya traído hasta esta añosa estación.
Parece que la que ahora está en el objetivo de la cámara, por la forma que observa ambas vías del ferrocarril como también parece que a mi a la misma vez que escudriña su reloj, es libre y tiene el mismo dilema que yo: el norte o el sur ¿Sola o conmigo?
Seis minutos…
La estación es pequeña, pocos pasajeros en ambos sentidos y pocos pasajeros son los que bajan en ella, no es un pueblo grande, es un pueblo agrícola del centro de Chile. Está el viejo edificio, la caseta de maniobras que semeja una pequeña torre de control, andenes remozados, el cruce de anden se hace atravesando las mismas vías en dos lugares habilitados para ello donde hay que tener el cuidado de atravesar mirando ambos lados siempre de acuerdo a las instrucciones del guardia de andén
Cinco minutos…
Mi equipaje: una pequeña maleta de esas con pequeñas ruedas para jalarla más liviana en la que llevo la ropa justa y necesaria para cualquier viaje. También un bolso colgado en bandolera en el cual llevo la historia de mi vida encerrada en la memoria del Notebook, además van muchos borradores en papel y alguna libreta de notas
Cuatro minutos…
La muchacha de la mochila me mira insistente, cómo si preguntara cual es mi rumbo.
La miro y trato de adivinar si ella ira al norte o al sur. Me pregunto si estarán pasando por su mente las mismas decisiones e indecisiones que pululan en la mía. También me pregunto si estará en una etapa de su viaje o será éste su principio. Pienso que soy capaz de embarcarme en su rumbo.
Tres minutos…
Y estoy aquí, con mil vivencias a cuesta, queriendo partir, sin saber dónde ir, mirando y admirando esa tentación del camino, aún no he comprado mi boleto, decido que lo tomaré arriba del tren para darle aún más tiempo al tiempo de elegir.
Nos estamos mirando de forma directa como preguntando mutuamente cual es el rumbo de cada cual. Ella corre y cambia de andén
Dos minutos…
¿Y si me quedo? No lo había pensado bien, también es alternativa, el pueblo no es feo, es tranquilo, sin el bullicio de la ciudad, sin el apremio del reloj, menos gastos, si hasta un funeral debe ser mas barato. Pienso que aunque algunas personas estarían felices que me fuera, también pienso que a muchas otras les gustaría que me quedara escribiendo mis memorias en este pueblo.
La verdad que también, a esta altura del tiempo y de la vida, es alternativa válida…
En el extenso a la vez que breve minuto que queda, debo considerarlo…
Último minuto…
¿Me voy o me quedo?
Ya se ven dos trenes, uno que viene, el otro que va.
¿Me quedo?
Pienso que ya no es tiempo de aventura.
¿Me voy?
Pienso que aún quedan aventuras por vivir.
¿Al norte o al sur?
¡Qué dilema!
¿Dónde está ella? ¡Allí está en el otro andén!
¿Me cambio de andén?
¿A la realidad vivida o al futuro incierto?
Ya se acercan los trenes
¿Qué hago?
¿Me quedo?
¿Al norte o al sur?
Rechinan los frenos
¡Sí, me cambio de andén!
Aquí están los trenes.
¿Me voy o me quedo?
Rechiiiiiiinan los frenos...
El grito del guardia:
¡¡¡¡Cuidado señor, no cruce las víaaaaaaaaaas………….
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En la vida hay muchos andenes donde, a cara o cruz, nos jugamos el destino.
Incluido en libro: Cuentos de vientosur
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