La vida en mi pueblo era predecible: cumplías doce años de edad y tu futuro naufragaba en las minas de carbón. Y después de 20 años sepultado en ella, silicosis mediante, la mina te mataba. Mi mejor amigo, Jean, cumplía esos fatídicos 12 años en una semana más y me lo había dicho muchas veces: "Yo no enterraré mi vida en esa puta mina".
Tres días antes de su cumpleaños, el calor soporífero del verano tenía a los habitantes del pueblo durmiendo la siesta, cuando por la calle principal del pueblo, apareció un circo con dos cosas enormes: el elefante y las tetas de la entrenadora de perros.
Al día siguiente, Jean y yo, sentados en la tabla más alta de la precaria galería, empezamos a silbar aburridos por los vulgares trucos de un pobre mago; de pronto, saltando en dos patas, los perros y el elefante aparecieron bailando la “Macarena”. El público deleitado, se paró sobre sus asientos para seguir el ritmo. El volumen de la música iba “in crescendo” cuando fue interrumpido por varias detonaciones que desataron un pandemonio haciendo que perros, elefante, entrenadora y payasos, seguidos por una turba de gente gritando despavorida, huyeran hacia la salida del circo.
Jean, carcajeándose exclamó:
-¡Diles que fui yo, así jamás me olvidarán! Luego me abrazó y nunca más supe de él.
|