Ahora con un feroz ataque del invierno, la escuela primaria del condado dónde vivo, ha reducido las horas de clases cási a cero. Y mi nieto de siete años se queda vestido y alborotado cada mañana. El suéle rechazarme el desayuno que le sirvo muy temprano, porque prefiere el que toma antes de ingresar al áula.
Sin embargo, hoy lo sorprendí con un mensaje al teléfono de que sólo habría un 'delay' de dos horas. Entonces revaluó la oferta de mi almuerzo. Y, ciértamente, había preparado un 'mashed potato' con partículas de su queso favorito, dos pequeños huevos hervidos, una tajada de 'pink salmon' encebollada, media taza de leche y un mini salero por sí acáso.
Depués de lo cuál subí a mi aposento a ponerme el uniforme del lugar dónde laboro. Pero las dificultades para entrar la pierna derecha en el pantalón, sacaron de mis adentros, la nostalgia por la paulatina pérdida de la destreza. Porque lo que antes resolvía con un salto, ahora me llevaba de bruces contra la pared.
Pero, ya sentado sobre la cama, inicié la no menos tediosa aventura de acertarle al calcetín con el pié izquierdo. Entonces, sonó un brusco portazo al frente. Seguido por los precisos crujidos de unas botitas que se hundían en la capa de nieves que cubría nuestra calzada.
Y fue que, insólitamente, el castizo inglés de mi señora, aunado a la mentalidad del niño, devino en interpretar que el salerito que añadí al servicio, era para derretir el manto de nieves que tapaba nuestra calle.
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