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Si buceamos un poco con cierta profundidad en las cosas, tenemos que lo más parecido a los fastos navideños es una exaltación general del consumo, lo que traspuesto al fondo de las cosas es una especie de celebración del canibalismo. Nos lo comemos todo. A la vaca, a las ovejas de los pastorcillos y si encalla también al niño que está en la cuna. De ahí su éxito- el de las fiestas navideñas, me refiero. No hay nada más común a la humanidad que la voracidad congénita. De ahí- también- esa felicidad contagiosa. Alegría, vamos a deslizarnos por el esófago todo lo que nos quepa. Lo que yo no entiendo es por qué no lo hacemos durante todo el año. Por qué ser exclusivista precisamente en estas fechas. Por qué el dulce- del que nos privamos de enero a noviembre- lo sacamos de los anaqueles y nos creemos con derecho a extinguirlo de la faz de las alacenas. No lo sé. Como no sea ese instinto atávico por lo tierno, que derivamos del sonrosadito bebé cuyo nacimiento celebramos. No se me ocurre otra explicación. También puede estar relacionada esta tendencia con la primera ley de la economía, en relación con unos recursos escasos, que por estas fechas nos apetece saltárnosla a la torera.
Lo que sea: instinto atávico adoratriz canibalesco, o, “ya estamos hasta el moño de contenernos”, lo cierto es que por estas fechas nos emborramos todo lo que se pone a mano.
Tampoco vamos a entrar en asuntos freudianos, que uno sólo compartiría con los más íntimos; pero puede haber más profundidad de pensamiento en el asunto. De hecho- entre personas mayores- a nadie escapa que la autoría espiritusantesca del bebé es de una, más que dudosa, validez científica; con lo que huele a gato encerrado y a choteo general en torno a aquel buen señor de la barba. Suerte que los niños compensan el panorama y le dan un toque humano suavizando el despiporre. Quizá sea esto lo que las haga tan populares: el equilibrio de fuerzas: la candidez con que los niños las acogen: la fe puesta en que hay algo que vale la pena: la bondad humana residenciada en ellos. En fin, salud y suerte: que sean felices siempre y que no les anide ningún tipo de rencor: también, por cierto, bastante humano. Qué más dará de quién sean los niños. Lo importante es que estén bien.

Texto agregado el 11-02-2019, y leído por 63 visitantes. (0 votos)


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