LO QUE PERSISTE DE NOSOTROS
Siempre llueve cuando estás tú, como en las películas de Fellini -recordaste-. Y pensé que estabas demasiado alegre como para ser alguien que valiera la pena conocer. Pero cuando te vi caminar por San Martin, en una de esas tardes lluviosas cuando la mayoría se queda en casa; sin paraguas, cantando. Supe que podía confiarte cosas importantes, no estaba solo ni mucho menos extinto. Y sucede como a todo escritor novato: una emoción entre los dedos, una historia en la cabeza.
Y pensé en nombres: en el tuyo, lugares o en nada específicamente, solo en la acción de apodar algo para hacerlo único. Cuando pensé en la palabra cielo tu nombre tendría que tener consonantes tan bonitos como las que forman la palabra vida, después pensé en la palabra mundo y todo se me hizo complicado. Lo complicado siempre es el inicio, de como uno se acerca a alguien o ese alguien querrá entablar una charla con uno. Aquí la fórmula, es básica: arriesgar y todo lo que significa la consecuencia de esa palabra. Pueda que te responda, pero eso no quiere decir que esté interesada en seguir con la conversación, lo que ocurre es que está siendo educada. ¿Y cómo supe que podía confiar en ti?, es simple: nadie que ame la lluvia merece desconfianza.
La lluvia paro y la tarde se resistía a morir desangrado por la noche. Y tú desapareciste como solo lo saben hacer los seres mitológicos; dejando hacia sus espaldas rastros de tiempos mejores. Te fuiste con la temprana oscuridad de una noche que seguramente va a resistir yacer al alba. Escapaste a mis ojos por la calle Relojes, camino que conduce al río, el puente y la alameda. Estuve tentado a seguirte pero tenía los pies cansados, no de distancia sino de tiempo. Y yo me quede en esa plaza, ya sin lluvia, imaginado la procedencia de tu silueta. Es que se me hacía difícil adivinar de dónde eras o a dónde ibas, tu nombre o el significado del collar que rodea tu cuello cisne. Pero hay hipótesis, síntomas, tendencias. De cómo esa tarde decidiste por una sencilla trenza que una elaborada trenza francesa. Decir que aquella tarde lucias simple, es un decir, sino porque de alguna forma u otra la naturalidad debe tener un principio: alguna forma básica de "estar bien", de ir para adelante sin retroceder, de ir al fin al destino anhelado y que ese destino no sea tan destino sino la fuerza motriz llamado deseo.
La segunda vez que te vi, fue también por San Martin, pero ya no por el lado estrecho donde están las góndolas repletas libros de autores franceses, ingleses, italianos, sudamericanos, asiáticos, etc. Te vi por el lado opuesto, el de los cuadros de artistas callejeros. Que se alegran solo por si le preguntan el precio de uno de sus trabajos. No estabas sola, te acompañaban un grupo de amigos, no sé si eran cuatro o cinco. Tampoco estaba solo, iba acompañado y con prisa. Recuerdo que pase por tu costado y te miré a los ojos, de alguna forma quería que sintieras mi presencia.
No te hable hasta la tercera vez que te vi. También en San Martin, pero junto al puente, el río y la alameda. Cantabas "La Locura de Babel", hermosa canción del soundtrack de Les Amants du Pont-Neuf. También llovía pero ya no como en Fellini, sino como las precipitaciones de Vivaldi.
Mirabas al río, sintiendo como tu piel se hacía uno con el puente y se empapaba de cielo, y entonces creí que tu nombre real tal vez sea Matilde. Matilde la que se tiró al río. No la Matilde de Danny DeVito, sino Le mari de la coiffeuse.
¿Quieres morir?, te dije. No pronunciaste palabra alguna. Te asustaste, pusiste ojos de pollo y antes que corras o grites, manifesté que tuvieras cuidado: quizás resbales y caigas al río, donde vive el primo lejano del mostro del lago Ness, agregue. Y fue la primera vez que te escuche reír, que no es lo mismo que verte sonreír. ¡Imposible!, dijiste. Tienes a toda la familia de Ness viviendo en una pecera de tu casa. Y son veganos, recalcaste. Sonreí.
Encendí un cigarrillo, pero tú no fumas, solo sonríes y te alejaste cantando en francés.
Te volví a ver el día siguiente, como siempre en San Martin cerca de la pileta. Te acompañaba una amiga, poeta decía; de esas que se creen la nuevas Sylvia Plath o Alejandra Pizarnik. Cuando las vi me acerque, nervioso claro. Te recordé el incidente de ayer y me presente. Lo que me parecía imposible hace unos días, está tarde y ya casi noche lo había conseguido. Tu nombre, tu procedencia, lo que lees, tu visión del mundo en esta noche que acaba de comenzar. Las acompañe a una velada poética en el bar Zela, el nuevo que da frente a la plaza. Justamente Laura era la organizadora: Laura la muchacha alta, de ojos café. Loca como todos en esa plaza. Me pregunto sí también escribía, con miedo le dije que sí: que escribo poesía y que ahora se me ha dado por escribir una novela. Les comente que mi novela tiene mucha influencia del grupo experimental "Oulipo", les hable de su procedencia, sus autores, sus libros, lo que proponen. A Laura no le intereso, dijo que la verdadera poesía y literatura nace de la propia experiencia, que cualquier técnica queda relegada cuando se comienza a vivir. Aunque sonó bonito, supe que en ese recital poético me iba aburrir.
Pero existen analgésicos como el alcohol. Uno, dos, tres, fueron suficientes para sobrellevar la noche. Cuando termino el recital Laura me presento con tus amigos y ya conformando un grupo de seis nos fuimos a beber a "Don Lucho". Era totalmente diferente al bar Zela. Don Lucho te llenaba de historia con su decoración estilo colonial, sus cuadros, sus paredes rellenas de alguna frase anarquista y su adorable rockola repleta de hits del setenta, ochenta, noventa y algunas bandas decentes de este nuevo siglo. Unas cervezas para cortar el hielo; entonces pude confiar en tus amigos. No me gusta mucho la gente que no bebe, algo ocultan. Como no tener razones para que el mundo se descontrole, un poco. No hablo de locura, sería exagerar. El mundo es una preciosidad y quien lo niegue se ha pasado la vida mirando con envidia. Pero quien no despierte sin ganas los lunes y llore sin saber por qué, no merece mucha confianza.
Ya en copas Laura puso su rostro frente al mío y dijo que tenía una piel bonita, mientras me acariciaba las mejillas. En son de broma te pusiste celosa y retiraste su mano de mi rostro. Uno de tus amigos comparó los frenillos dentales con una antigua braga de hierro del medioevo y concluyo que los brackets son los modernos cinturones de castidad, mientras miraba a una muchacha de lentes sonreírles a sus amigos en la mesa continúa. Jessica, la muchacha de escote pronunciado que nos acompañaba, nos explicó la nueva tendencia en el uso de brackets de colores aunque no se necesitara. Es una moda superflua y estúpida, repetimos todos. Nos gustaba burlarnos de los gustos de nuestra generación, como sino perteneciéramos a ella o solo fuéramos un paréntesis de otro tiempo. Y pensé en ohaguro; la tradición japonesa en pintarse los dientes de color negro. Sobre todo pensé en la amante geisha del autor de "Indigno de ser humano", Osamu Dazai, de su suicidio arrojándose al río Tamas con ella. Cuando los sacaron se dieron cuenta que tenían un hilo rojo alrededor. Seguramente simbolizando el "hilo rojo del destino", que es una leyenda japonesa sobre los enamorados que siempre estarán unidos en el tiempo por invisible hilo. Pero no solo pensé en esa famosa leyenda, sino en los dientes de ella. En su significado, lo que quiere expresar esos dientes oscuros; la promesa de amor que encierra esa solución de limaduras de hierro y vinagre, en el verdadero valor que simboliza un para siempre.
La noche era joven aún y los seis sabíamos que el mundo era hermoso mientras dure la oscuridad. Sabíamos que, para que todo sea bueno tenía que haber excesos, así que fuimos a buscar esa luz en alguna discoteca del centro. En "Oficina" supe que la música en tu cuerpo no cabe la quietud; como si bailar en ti fuera un sentido tan poderoso como el de la supervivencia. Y ese instinto me acerco a ti; fue que unió nuestros labios en una sinfonía de cosas mejores, en un preludio hacia lo mágico. Esa noche te quedaste conmigo y vimos juntos el amanecer.
No nos vimos hasta el tercer domingo de Julio. El reloj de catedral marcaba las nueve y quince, se podía ver desde el puente Trujillo. Nos gustan las mañanas grises. Así que estabas ahí. Con tus botas negras de taco alto, tu abrigo rojo de cachemir, maquillaje tenue y los ojos de libros olvidados. No cantabas, pero en tu mirada había algo que quería explotar. Te dije hola, y eras un silencio hasta que me abrazaste y pude oler tu perfume. Me sentí un Jean-Baptiste Grenouille oliendo el cadáver de la chica que vende ciruelas. Después de ahí, todo fue más fácil; vos me contó toda su vida y yo te sacaba por cucharitas la mía. Luego de hacer el amor veintitrés veces a lo largo de tres semanas, nos fuimos a vivir juntos.
Alquilamos un departamento en el centro de la ciudad, nos gusta el centro y todo lo que implica: la noche que no duerme, sus mañanas, su niebla, el tímido sol que sale a partir de once, la pequeña soledad de las tres de la tarde. El edificio: seis pisos, moderno, pero no desentonaba con la arquitectura del lugar. En el quinto vivíamos, queríamos uno en el último pero ya estaban alquilados. Te enamoraste del nombre de la calle, te recordaba a una que sale en la película "Paris nous appartien", así que decidiste que es el sitio indicado. A mí no me importaba, solo quería vivir contigo y marcar con un aspa los cuadritos de los días juntos, porque uno sabe que la felicidad verdadera no es para siempre. Nos gustaba cambiarle del número del nuestro apartamento, vos le ponía 177, una novela japonesa muy mala que te gustaba. Yo me incliné por 2046, en honor a uno de nuestros directores favoritos. Dijiste que el tiempo solo existe para que todo se nos haga demasiado tarde, y yo te creí; como se le cree a la locura cuando no queda nada. Lo nuestro no duró mucho, pero fue importante. Pero ese no mucho aún me dura para siempre, como una orgullosa cicatriz.
¿Cómo terminamos? Una tarde, la misma tarde de siempre en que te apartaba de mi mundo para poder escribir en paz. Tú querías ir a la presentación del libro de Laura, te dije que no tenía ganas de ir. Te enfureciste, dijiste que no podíamos faltar, que era nuestra amiga.
Anda sola si quieres, no me cae, la soportaba solo por ti. Además no me gusta lo que escribe, respondí. Explotaste, explotamos. Nos insultamos, me recordaste mi egoísmo, mi desinterés. Yo tu falta de talento, tu asfixia y mis ganas de algo diferente. Fue triste y violento. Después de aquella tarde no volviste. La siguiente semana viaje y el apartamento se quedó con nuestro espacio y su pequeña soledad de las quince horas.
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