Ester
18 de septiembre y la familia Leiva con sus tres generaciones vivas celebra en las ramadas del pueblo. La cueca y la cumbia en música envasada se alternan en un ciclo monótono pero festivo. Potpurrí de olores a fritanga, cerveza, empanadas, vino y bilz-y-pap.
Es media tarde, los niños juegan y dan vueltas alrededor de las mesas mientras los adultos terminan el almuerzo abundante y reposado.
Ester no es la mayor de sus cinco hermanos, seis años recién cumplidos, pero aun así tiene la costumbre de cuidar de ellos, así que está atenta a la pequeña Marcia, que aun no aprende a caminar con suficiente equilibrio y amenaza constantemente con irse de bruces. Para Ester, atrapar a su hermana antes de que llegue al suelo es un juego en el que ambas ríen y en el que ella se siente la heroína, aunque nadie en la familia celebre ese logro como celebran a sus hermanos atrapando la pelota de futbol.
De pronto suena “el Galeón Español” y como si alguien activara un botón de pánico, en tropel, todo el mundo sale a la pista de baile. No importa la hinchazón de las empanadas con tinto, ni los tacos altos de la tenida dieciochera, ni el hijo que pide ir al baño. El galeón se baila.
Los niños y los octogenarios quedan en las mesas desiertas. Ester sube a su hermanita a una silla y ella misma se sienta en otra. La pequeña le indica con su dedito un vaso con algo adentro. Ester lo toma y reconoce que al fondo hay pequeños trocitos de duraznos al jugo. A ella le encantan los duraznos. Su mamá se los da con crema para el postre de los domingos de la semana de pago. Se le hace agua la boca, pero primero le da a probar a Marcia que ya está haciendo pucheros porque quiere también. La pequeña lo prueba, arruga la nariz y lo escupe. Ester no entiende por qué. Huele el vaso y nota que huele a durazno, pero un poco extraño. No le importa y ella los come. Saben raro pero son duraznos y son dulces y con eso le basta. Va por otro. También los come, ¡que delicia!, si hubiera encontrado más vasos con restos de esas golosinas las habría comido todas…
Ester se siente placida y satisfecha. También algo mareada. Mira hacia donde están sus padres y sus tíos que siguen bailando al son de la cumbia. Se ven tan felices, tan distintos a lo habitual. Le viene un sueño súbito y desea con urgencia acostarse. Le parece que bajo la mesa cubierta de un mantel de plástico largo está genial, gran escondite, y se recuesta sobre el piso de tierra cubierto con aserrín.
Se despierta con el sonido de la sirena del radio patrulla y gritos de gente que decían “¡niña perdida, niña perdida!” y la voz desesperada de su madre llamándola por su nombre.
- ¡Oh no!- piensa- esto es malo…¡me las van a dar!
Se arma de valor y sale de su escondite. Divisa a su madre hablando con una carabinera y se le acerca. La madre la ve y abre los ojos desorbitados, se abalanza y la abraza, la revisa si es que está completa, la huele y la vuelve a abrazar. Asegurada de que la niña está bien la suelta y el apapachamiento es historia.
-¿Dónde te habías metido, cabra de porquería, que casi me matas del susto? ¡Te las voy a dar!
- Mamá…fue por culpa de los duraznos… |