Al salir el sol, desde lo alto del pequeño templo, el cacique Oberá, con ademán solemne y voz atronadora, pronunció las frases mágicas: ¡Cantar y bailar, cantar y bailar, que este mundo se va a acabar!. Y los cientos de fieles congregados en medio de la selva, que hasta entonces habían mantenido un reverencial silencio, se pusieron a bailar como poseídos por una incontenible fuerza interior mientras entonaban las palabras salvadoras: ¡Cantar y bailar, cantar y bailar, que este mundo se va a acabar!. Pasado un tiempo, cuando Oberá lo consideró oportuno, lanzó el nuevo mensaje: ¡Cantar y bailar, cantar y bailar, que el mundo nuevo está al llegar!. Y la enfervorizada masa lo repitió una y otra vez, como si su vida dependiera de ello: ¡Cantar y bailar, cantar y bailar, que el mundo nuevo está al llegar!. No hubo pasado mucho rato cuando el cacique decidió dar por acabada la nueva cantinela. Entonces empezó de nuevo. Y así, cantando y bailando, bailando y cantando, los adeptos pasaron el día entero, ajenos por completo al mundo que les rodeaba. Nadie echó en falta la comida, la bebida, ni otras necesidades o apetencias de orden material. Los reiterados cánticos, en realidad plegarias dirigidas a Ñamandú, y los bailes, de una intensidad y una energía desbordantes, sobrecargaron la atmósfera y alteraron las capacidades perceptivas de los allí reunidos, quienes entraron en estado de trance muy parecido a la felicidad completa.
De pronto, Oberá descendió de forma parsimoniosa los escalones del templo. Todos se arremolinaron para escucharle y, en medio de una gran expectación, dijo:
- Queridos amigos, no sabéis cuan orgulloso estoy del valor que habéis mostrado abandonado las encomiendas de los cristianos. Ya no seréis más sus esclavos. Ahora seréis hombres y mujeres libres. Que sean ahora ellos mismos quienes cultiven sus tierras, si es que saben; y, si no, que se mueran de hambre.
Las aclamaciones y los vítores de entusiasmo que siguieron a estas palabras fueron ensordecedores, pero el cacique los silenció con un leve movimiento de manos, y prosiguió su discurso.
- Tengo que comunicaros un mensaje esperanzador, un mensaje que os va a llenar de alegría. Supongo que algunos de vosotros, los más avispados, ya os habréis dado cuenta de ello, pues estas cosas, estos acontecimientos extraordinarios, no pueden pasar desapercibidos durante mucho tiempo, por mucho que uno lo intente. Siempre hay un signo: un fulgor en la mirada, un aura dorada
algo especial que distingue al elegido. Pero, a los que todavía no sepáis de que os estoy hablando, a los que todavía seáis desconocedores de la buena nueva que quiero anunciaros, no os preocupéis, que no voy a recriminaros vuestra ignorancia, vuestra santa inocencia, pues yo mismo, siendo quien soy, he tardado en comprender qué tipo de transformación era ésta que se estaba operando en mi persona. He recorrido un largo y difícil camino hasta ser plenamente consciente de cual era mi auténtica naturaleza. La confirmación de mis sospechas llegó en forma de revelación, mientras dormía la pasada luna llena. Yo soy el hijo de Ñamandú. Y como hijo de Ñamandú que soy, tengo la potestad de nombrar al sumo sacerdote, que no será otro que mi hijo Guayraró. Él será mi vicario. A él podréis consultarle cualquier cosa en mi ausencia.
Después de que el cacique dijera estas palabras, se armó un pequeño revuelo entre los asistentes. Aquellas expresiones, aquellas palabras les sonaban familiares. Un hijo de Dios, un sumo pontífice
sólo le faltó decir que había nacido de una virgen. No podía ser, ellos no habían roto los lazos con los cristianos para caer presos de una religión similar a la suya. Ellos querían volver a sus raíces, a su religión tradicional, a sus dioses verdaderos. El cacique Oberá retomó la palabra para acallar el murmullo reinante:
- Sé lo que estáis pensando, pero no os preocupéis. Todo volverá a ser como antes. Para empezar, recuperéis vuestros antiguos nombres. Guayraró los restablecerá. Tú, por ejemplo le dijo a un hombre que estaba rumiando algo entre dientes-, a ti creo que los cristianos te han bautizado con el horrible nombre de Bonifacio. Pues bien, mi hijo te rebautizará con el nombre que te pusieron los chamanes al nacer: Zorro. O, si ahora no te identificas con ese animal, no hay problema, él te dará tu verdadero nombre, aquel que realmente te nombra. Si quieres ser Leopardo, serás Leopardo. Si quieres ser Relámpago, serás Relámpago. Tú y tu nombre volveréis a ser lo mismo.
Estas palabras complacieron mucho a la audiencia. Todos volvieron a reír y a cantar. Pasado un rato, el cacique hizo una señal a su hijo, quien reapareció poco después con dos terneras asadas. Una de ellas, completamente calcinada. Óberá se dirigió a la multitud:
- Lleváis todo el día sin comer nada. No habéis probado alimento alguno. Mi hijo acaba de traeros estas dos terneras. Una alimentará vuestro espíritu y otra vuestro cuerpo.
Entonces se acercó a la ternera incinerada y cogiendo con ambas manos unos montones de cenizas los esparció entre la concurrencia y les dijo:
- Exactamente así es como quedarán los cristianos si se atreven a luchar contra nosotros. Yo me encargaré de ello. Vuestro gran coraje y mi infinito poder harán inútil cualquier tentativa de volver a sojuzgaros. Cada vez que os enfrentéis a ellos, recordad este momento, y recordad mis palabras: Estas cenizas son su derrota y nuestra victoria.
Los fieles estallaron en júbilo. Oberá reanudó su discurso:
- Pero, como os decía, también conviene que alimentéis vuestro cuerpo. Ahí tenéis una magnífica ternera asada para que saciéis vuestro apetito. El que venga conmigo no pasará hambre. No pasará hambre ni ninguna otra necesidad. Yo os llevaré a la Tierra sin males. Yo os llevaré allá donde todo es paz y armonía, donde la única ley es la ley del amor, donde los lobos pastan junto con los corderos, donde nada es de nadie y todo es de todos, donde no existen ni el rencor ni la envidia ni la codicia ni la traición, donde el bien más deseable es el bien del prójimo, donde todo el mundo es prójimo y nadie es extraño, donde todas las frutas abundan y todos los alimentos están al alcance de la mano, donde la naturaleza es prodiga y generosa, donde no es necesario sembrar para cosechar, donde no existen ni la enfermedad ni la preocupación ni el sufrimiento ni la muerte. Yo os llevaré a la Tierra sin males, sí, yo os llevaré a la Tierra sin males. Sólo tenéis que seguirme. Allí todos seréis dichosos. Allí viviréis, al fin, la vida que os merecéis, la vida que os corresponde, vuestra vida de verdad. Allí acabaran vuestras penas y comenzarán vuestras alegrías. Sólo tenéis que seguirme. La Tierra sin males nos está esperando. La Tierra donde Ñamandú creó todo lo que existe será nuestra morada definitiva. Allí volveremos como el hijo vuelve a la casa del padre.
No bien terminó Oberá su predica, se escuchó un gran estruendo procedente del interior de la selva. Todos los reunidos se preguntaron qué estaba pasando. Aunque el cielo estaba despejado, alguno pensó que podría tratarse de un relámpago, pero, finalmente advirtieron con estupor que la explosión provenía de un arcabuz, de una de aquellas armas mortíferas que habían traído consigo los cristianos. Se extendió el pánico. Hombres y mujeres se apresuraron a esconderse. Y, mientras corrían para ponerse a salvo, procuraban hacer el menor ruido posible. Pero sus corazones no paraban de bombear con fuerza su sangre rebelde. Y una voz en el interior de cada uno de ellos clamaba a gritos: ¡Cantar y bailar, cantar y bailar, que este mundo se va a acabar! ¡Cantar y bailar, cantar y bailar, que el mundo nuevo está al llegar!
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