Las tardes de lectura bajo el alero en el patio, tranquilo, solo y en silencio me llevan a desarrollar el objetivo empecinado de darle de comer a las calandrias, que me visitan constantemente, como es sabido hay otros pájaros que comparten territorialidad con ellas, así que todos los que se animan a un combate o alguna batahola de distracción con estas malhumoradas también pueden llenar sus panzas.
Sé por estudios en las redes antisociales y por herencia familiar que la grasa, cruda o las sobras de algún animal asado, es un manjar y alimento preferido de estas bestias agresivas y entonadas cantoras de llamadas amorosas.
Igual concluyo que en temporadas de malaria y escaso bicherío en la atmósfera le hincan el pico a todo aquello que luzca comestible.
Puedo contarles como experiencia interesante y reveladora que en el comienzo de la primavera en estas costas, planifiqué y coloqué en forma sutil, camuflado por una enredadera y otras plantas un espejo de regular tamaño frente a él lugar donde habitualmente les dejo alimentos. Y apareció entre estas bellacas, algo belicosas, un comportamiento que podría llamarlo perturbador, al menos.
Una de las primeras que notó luego de un largo y cauteloso acercamiento con estudio visual, el reflejo de su propia imagen, llevó a cabo con disimulada altanería algunos experimentos de la física espectral y de la óptica en la distracción, y sin dudas de sorpresa. Que llamativamente la alteró hasta erizar su plumaje y la presionó a emitir gritos o cantos extrañamente discordantes. Llegó poco después a apoyar el pico contra la idéntica imagen del espejo tratando de lesionar a su oponente. Que era ella misma.
Algunas creyéndose ante otro ejemplar de su especie, hambriento y desaforado fantasma por su proceder mímico en la imagen, engullían rápidamente y en forma competitiva el alimento ofrecido con mirada egoísta hacia quien comía frente a ellas.
Un sector del espejo, algo antiguo y dañado reflejaba una figura deformada de quien lo enfrentaba. Hasta con colores cambiantes según el recorrido del sol en el cielo. En el lenguaje del barrio diríamos que le devolvía una mentira, una fantasía.
Juzgo que ellas en ese vicio óptico se veían mejoradas, o más bellas. Algunas se quedaban por largos periodos, horas, ante el espejo observándose. No sin coquetería.
Creo que con total olvido de la realidad y de su normal figura pajaril.
Pasado el tiempo, ya atravesado un invierno frío y lluvioso, sin muchos movimientos de aves en el aire de ningún tipo. Salvo los loros de siempre, puntuales y eternos, saqué el espejo de su escondite vegetal. Algo maltrecho y poseído ahora por una sucia pátina que lo cubría opacándolo totalmente. Lo guardé sin limpiarlo con cuidado y superstición en el galpón del fondo tras unos muebles que se apoyan casi contra la pared de la medianera.
Un tiempo después, no recuerdo con exactitud cuanto del mismo transcurrió, unos meses quizá, la señora que concurre a casa semanalmente contratada para ayudar más que nada con tareas de limpieza me dijo, entre sorprendida y alarmada:
- No me lo va a creer, pero la vez pasada ya de nochecita cuando fui a llevar unas cosas al galponcito de atrás, sin previo aviso y así de repente estando yo distraída, en la oscuridad completa comenzó a cantar una calandria, muy fuerte, a los gritos diría tal un alma en pena y el sonido venía, -fue lo que me espantó-, clarito de ahí nomás, de atrás del ropero…
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