Rones y roces.
No sé si lo habrán experimentado ustedes. Sacas por ahí el coche nuevo a bacilar, mayormente. Lo quieres tanto como a tu mujer. Y el primer día, no, al tercero, le haces un roce. La Maricarmen de turno, el grito en el cielo. Te sientes hundido. Empieza el camino de tu declive. La siguiente noche que le haces el amor a tu mujer, notas que con el bólido tu virilidad se ha ido al garete.
Lo siguiente es echarle la culpa a alguien, pero, ya no eres tan niño para pensar que haya otro distinto a ti en el papel de culpable. Aquella copa de ron nunca debió traspasar tu gaznate. Aquella mano que la abocó tenía un funcionamiento autónomo. Un funcionamiento debido a lo bueno que te iba estando el cóctel. O sea, las papilas gustativas te han jodido la noche.
Pues bien: lo anterior, con pelos y señales es lo que me ha pasado a mí. Lo que, precisamente, me enseñó que uno en esencia no es dueño de sus propios actos. O si no, a ver cómo explican el funcionamiento autónomo de aquella mano- pregunto. Ahondando un poco en el asunto resulta que tenemos dos capas distintas de realidad: la del vino- con manos funcionando al margen del sistema endocrino y dentro del papilar-, y la otra, que forma el nunca bien ponderado mundo de los abstemios. De no haber formado parte uno del primer grupo, en lugar de estar lamentando gatillazos andaría por ahí presumiendo de hombría. Y de coche: de hombría y de coche. He hablado con los de chapa y pintura y me han dicho que para poder seguir presumiendo de coche necesita uno la intermediación de dos mil quinientos euros. Que hay que cambiar tres piezas de la estructura que vienen de Alemania. Y es que la raya que le he practicado va casi de principio a fin.
En conclusión: la última copa de ron que me deslicé por el gaznate la noche de reyes me ha salido, en puros términos económicos, por dos mil quinientos ocho. Euros.