Ella paseaba con un grupo de gente por la vereda de una calle extraña una mañana de sol, y la luz por momentos hería su mirada cansada. Desconectada del conjunto, iba pateando piedritas o palitos, como al descuido, poseída por esa sensación de extrañeza que aleja del mundo, entretanto el que está fuera de uno no coincide para nada con el lacerante mundo interior, cuando la vio. La pared, blanqueada hasta el deslumbramiento, reflejaba una fortísima luminosidad. Se detuvo, a pesar del llamado de su gente, que la urgía a no alejarse de ellos. Y en la clara y brillante superficie, lo vio. Lo vio con una nitidez que le hizo bailar el corazón en apretada taquicardia.
“¡Amor!”, murmuró para sí, mientras él iba adquiriendo realidad cinematográfica. Cuando escuchó que la llamaban se acercó. ”¡Ven!”, percibía desde alguno de sus interiores. Los gritos destemplados del clan que se alejaba intentaron evadirla de su abstracción, de esa sensación cada vez más potente de certeza, de exuberante certidumbre. “Te espero desde siempre”, volvió a escuchar. “Te estoy esperando. ¡Ven!”.
Ella sintió entonces que la tristeza la abandonaba, que la humedad en sus párpados tenía otro vínculo con la mirada, que la expresión del rostro mudaba a una definitiva embriaguez, que la sangre corría con mayor urgencia, colmando venas y arterias, para concentrarse en sus piernas, en sus pies, que comenzaron a contraerse sin que la voluntad mediara en ello.
Como una tigresa al acecho, esperó la orden interior. Y de súbito, partió. Se lanzó hacia la pared. Se arrojó hacia él en loca carrera, que se iluminó, guía encendida súbitamente; abría los brazos para recibirla, como alberga una ola de arenas movedizas, y la piel de la pared tomó por un instante un tinte turbio, velado, como haciéndose cargo del impacto, para luego regresar a la blancura casi perfecta de siempre.
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