La abuela por las tardes se balanceaba en la poltrona; el viento mecía las ramas y se llevaba lejos el canto de los pájaros. Antes vivía en el centro de la ciudad con una tía, ahora está con nosotros.
—Desde la ventana solo veía las azoteas y el paso de los carros. Era aburrido.
Vivíamos sobre una loma. Era una casa con techo de lámina, un patio con árboles frutales y abajo un gallinero.
El corredor largo, cercado por macetas, donde el viento de la tarde parecía un perro juguetón que correteaba cualquier cosa. Descansaba en la poltrona con la cabeza reclinada, mientras chiflaban las canoras. La abuela y yo nos encargábamos de platicar con las aves.
—Juan no quiere cantar. —Decía la abuela en voz alta. Yo sabía que hablaba del cardenal de ojo blanco. Pedro, cantaba tan fuerte que ensordecía. Algunas veces las aves se contagiaban y el corredor era una fiesta de silbidos. Todos hacían bulla, menos el de ojo blanco. Ya por la noche se bajaban las jaulas y era cuando platicaba con Juan. había una simpatía que nos abarcaba.
Una madrugada cantó uno de ellos. En la mañana fue la comidilla. Todos preguntaban ¿escucharon cantar al cardenal?
—¿Quién fue el que cantó?, —preguntaba mi papá.
—Debió de ser Pedro, ya sabemos que Juan no canta. Dijo mamá.
Toda la semana chifló fuerte que nos espantaba el sueño y lo que parecía novedad se convirtió en molestia. La abuela separó las jaulas para saber quién nos despertaba. Quedamos igual pues la sonoridad de la casa no permitía identificar el ave. Tampoco podíamos dejar los pájaros fuera, las madrugadas llegaban con harto frío.
La tarde se hizo gris. Pelotas de nubes gordas ensombrecieron el cielo y una lluvia finita empezó. “hay que meter a los pájaros dentro de la casa” dijo mamá. ¿Cómo fue? No supimos, pero el cardenal de ojo blanco escapó. Esa noche fui a la cama friolento y cabizbajo. Oía el viento. El agua tamborileaba al golpear sobre las hojas del naranjo, la luz del foco se perdía en el enramado. Dormía entrecortadamente. Abría los ojos y me preguntaba en dónde estaría. El frío, el sueño, el cansancio me venció. En la madrugada desperté sobresaltado. Escuché el canto de él entre las ramas del árbol. Fui hacia la ventana y pude divisarlo por su ojo de leche. Fue un instante, después se perdió de mi vista, de mis oídos, mas nunca de mi memoria.
Afuera se oía la chorrera de agua sobre las hojas del plátano y el viento hacía tronar el techo de la casa. |