Todos cargamos un peso. El de unos, mucho más liviano que el de los otros. Pero todos cargamos un peso. Nuestro personaje, que mira en este momento por la ventana desde un centro médico que huele a orines, carga un lastre enorme. Diría uno que son los 19 muertos que tiene encima. Los repasa todas las mañanas, como un mantra recita sus nombres. Es una especie de automatismo a estas alturas. Han pasado 24 años desde que se cargó al último de tres disparos a mansalva y 55 años desde el primero, un muchacho de su edad con el que se transó en una pelea a cuchillo que le dejó una cicatriz en la muñeca derecha. Rodrigo Santana – contador de profesión que desviaba dineros mal habidos – y Luis Carlos Pérez – quien a sus 17 años no era nadie –, respectivamente.
Nuestro personaje tiene un cáncer mal calado en el estómago. Bastante disperso ya. También diría uno que su peso es esa mujer que se le murió en los brazos, la Bonnie de este Clyde. Esa vida fugaz que le acompañó en el pico de su quehacer de sicario y ladrón de poca monta. La amaba por su desparpajo, por la velocidad en la que iba quemando su llama, porque presentía su fatalidad y claro, por esas piernas, por esa boca, por ese lunar en las tetas. Después de cada golpe se comían con las ganas de dos adolescentes. Si el golpe era grande, también grandes eran las dosis de dopamina y oxitocina que liberaban en la cama. Así que cada vez querían golpes más grandes y él tuvo la idea de ese trabajo por el que a ella le pusieron un tiro en la parte baja de la espalda. Alcanzaron a huir para que él la viera morir bajo un puente en un canal de aguas lluvias.
Claro, al final, el peso que cargamos es una suma del peso de todas las cosas que nos pasan. A nuestro personaje no le pesan tanto los muertos de los que es responsable como la mujer muerta. Su nombre viene y va por su cabeza. Sobre todo, en esos pocos momentos en los que concilia el sueño. Su muerte está entre el sexto y el séptimo muerto, hace muchos años ya. Se le han ido olvidando cosas, su rostro está delineado, pero solo eso, delineado. Recuerda muy bien que ella le decía ‘cariño’ pero ya no es capaz de recordar la entonación, la cadencia con la que se lo decía. Es más, no la ve diciéndole ‘cariño’. Es de esas cosas que se recuerdan puestas en palabras, pero no en imágenes.
Pero sabemos que lo que más le pesa a nuestro personaje son los años que siguieron a su muerte. Largos, fangosos, sin sentido. Solo un dejarse sobrevivir. Solo estar vivo por estar vivo. Unos cuantos golpes más, unos cuantos muertos más. Cada cosa sin demasiado peso en sí misma, pero todo muy pesado en su conjunto. No hay nada peor que cargar un peso así, indeterminado, inasible, vago. No hay forma de soltarlo. Es mejor un gran acontecimiento que nos marque y podamos mirar de frente, culpar, escupir, maldecir, intentar soltar. Pero no esto, no esa forma que languidece y es densa y le cuesta tanto a nuestro personaje mover por donde se mueve. Odia esa forma en que decidió vivir después de que ella muriera, después de que ella muriera tan rápido, en tal explosión, en tal descarga. Como debe morir quien vive rápido. A nuestro personaje lo que más le pesa es la calamidad de morir lentamente.
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