Una señora obesa que parecía sacada de una acuarela de Fernando Botero, llevaba un floripondio gigantesco engarzado en el vestido y además, en los brazos, sostenía y acariciaba a su gato, al que había ataviado para la ocasión con un lazo de colores estridentes y un cascabel voluminoso. El gato, nervioso, se le escapaba y corría por los pasillos de la iglesia agitando el cascabel.
El felino llegó hasta el altar y volvió hasta los pies de su dueña, para alivio de todos los presentes. Los novios acababan de darse el “sí quiero” y procedían a la entrega de las arras. Atraído por el brillo de éstas, el gato salió disparado, se encaramó hasta las manos de la novia y tiró las arras al suelo.
El novio perdió la compostura y, quitándose el cinturón del pantalón de su chaqué, le propinó un latigazo al gato. Entonces lo agarró del lomo y se lo devolvió a su tía Encarna, la señora del floripondio de medidas desproporcionadas.
Entre los invitados a la boda había unos que reían a carcajadas, otros murmuraban haciendo mofa de la situación y unos cuantos se llevaban las manos a la cabeza o permanecían con la boca abierta, sorprendidos.
La dueña del animal, del que nunca se separaba, ni siquiera en eventos delicados como éste, profirió un gritó y salió de la iglesia ofuscada y ofendida no con su gato sino con su sobrino, al cual le gritó: -¡Olvídate de mi regalo!
El cura, que había disfrutado lo suyo observando las travesuras del animal, pero no le había gustado la reacción violenta del novio ni tampoco los aderezos de la mujer ni sus modales, predicó desde el púlpito:
_ Benditos los que no se dejan llevar por la ira. Pero también las señoras que no tienen tan mal gusto en el vestir y que se dejan las mascotas en su casa.
Y de pronto, la multitud prorrumpió en un aplauso.
Algo debían haberle chivado a la tía Encarna sobre las palabras del sacerdote porque al poco volvió a entrar en el recinto sagrado, ahora sin florón y sin gato. Todos giraron la cabeza y al verla sin gato y sin florón la homenajearon con otro aplauso.
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