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Inicio / Cuenteros Locales / maparo55 / Cuando el amor muerde

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La primera vez que Martín vio a Leonela fue en la oficina de su amigo Pablo. Éste, la tenía tomada de la cintura con ambos brazos y le hablaba suavemente al oído. Ella, muy seria, parecía escuchar atentamente.
-Pasa, ¿qué necesitas? - le dijo Pablo.
Apenado, Martín le entregó los documentos que llevaba para firma.
-Ella es Leonela, mi novia.
Martín le tendió la mano y quiso sonreír, pero el contacto de la piel de aquella mano cálida, lo dejó electrizado. La sonrisa y el mucho gusto acabaron en una burda mueca y un balbuceo tímido, mientras sus ojos huidizos se llenaban del rostro bellísimo de aquella mujer. Turbado, intentó retirarse. La mirada clara y firme de los ojos negrísimos de la joven, lo miraban con curiosidad.
Salió de ahí temblando; como en los cuentos infantiles donde hay brujas terribles, aquella muchacha acababa de hechizarlo.
Ese fue el comienzo de las inquietudes amorosas de Martín. Cuando al despertar por la mañana, revivió mentalmente los hermosos rasgos del rostro y de los ojos negros de Leonela, se supo de inmediato enamorado, aunque ella fuera solamente la mujer de su último sueño nocturno.

¿Qué edad tenía Leonela?... unos veinticinco años tal vez. ¿Y por qué se llamaba Leonela?... Sí, quizás por la imagen que ella proyectaba: como de leona. El cuerpo delgado y ágil, fuerte, bien torneado y deseable, una fiereza apenas disimulada en la boca sensual, pintada de un carmín tenue, la profundidad infinita de los ojos negros agresivos y seductores.
El hechizo de esa primera vez, le tardó a Martín varios días. A ratos, cuando el recuerdo de Leonela lo atosigaba, se quedaba perdido, sin pensar o hacer nada más. ¡Cómo le habría gustado que ella no fuera sólo el producto de un sueño y que Leonela fuera como una de tantas niñas hermosas de las que pueblan el mundo! Porque Martín apenas dos días antes había cumplido los treinta y seis. Y lo peor de todo era que nunca había tenido novia ni había hecho el amor con alguna mujer, ni siquiera con las de la calle. Qué sabía nadie de la terrible soledad sentida, sin el contacto de un beso tierno sobre los labios, sin la suavidad de unas manos tibias acariciándole las mejillas, sin el ardor apasionado de la mujer añorada. ¡Ah!, porque Martín también había soñado antes con mujeres reales, con nombres y apellidos, que vivían en casas cercanas a la suya o que le habían presentado, aún sabiendo de la imposibilidad de que alguna de ellas se interesara por él. ¿Por qué no?... él también había tenido veinte años y todo el fuego contenido en esa edad; pero todo se había quedado solamente en eso, en ansias contenidas, de amor, de amigos, de cosas por hacer, de experiencias por vivir, de sueños por lograr. Parecería banal decir lo anterior si no fuera exactamente cierto, así había transcurrido su vida desde que tuviera uso de razón, razón tardíamente adquirida, razón no necesaria ya que únicamente había servido para hacerle comprender que estaba atrapado de por vida y sin escapatoria posible. Y tuvieron que pasar tantos años para que se hiciera la luz, porque eso era Leonela, la luz que siempre había esperado, aunque fuera una luz contenida sólo en sus sueños.
La vigilia, la realidad diaria, no era mejor que lo que podía vivir en un sueño; el ligero retraso mental ya estaba desde su nacimiento, quizás una mala alimentación de su madre, un medicamento mal recomendado, alguna caída durante el embarazo o la adicción maldita de su padre por el vino y las drogas. Lo importante era el resultado, un niño algo idiota con retraso leve, impedido para caminar como no fuera arrastrando una pierna rígida; o para hablar con dificultad, mostrando el labio inferior colgante y los dientes desnudos; una mano derecha incontrolable la mayoría de las veces, para llevarse una cuchara a la boca, sonarse la nariz, abrir el cierre del pantalón o limpiarse la cola. Eso, sin contar que escribir o acariciar con ella, era imposible.
Nunca se había resignado a estar atrapado en aquel cuerpo medio inservible; aprendió a hablar, a tratar de valerse por sus propias aunque limitadas habilidades; a escribir con la mano izquierda y desde los catorce años, a masturbarse con la misma mano. Sus funciones vitales de adolescente eran normales y sus ansias por el sexo opuesto también. Por eso, cuando por segunda vez se encontró con Leonela en uno de sus sueños tres semanas después de la primera, pensó que a su edad era justo que por fin hubiera llegado alguien como ella, tan bonita, tan sensual, tan cerca de él.

Fue en el segundo encuentro cuando decidió que iba a conquistarla, para conocer por fin el tan anhelado misterio del amor y del sexo. Éste, fue mucho mejor que el primero y también en la oficina de Pablo. Martín entró sin llamar, pues sabía que Pablo había salido. Y ahí estaba ella, sola, mirando por una ventana el movimiento de la calle. Se volvió al escucharlo entrar.

-Hola – dijo-, espero a Pablo.
-Sí - balbuceó él, dejando con timidez, sobre un escritorio, los documentos que llevaba.
Se quedó cortado admirando su belleza, el pelo negrísimo ligeramente alborotado le caía a la altura de los hombros, enmarcando el fino rostro con una nitidez turbadora. ¡Qué bonita era!

- ¿Conoces desde hace mucho a Pablo? - dijo ella.
- Sí, somos amigos desde la infancia.
- ¿Y cómo es él contigo?...

Martín no supo que contestar, estaba extasiado mirando los ojos profundamente negros de Leonela. No podía pensar.
Se repuso algo y casi mecánicamente empezó a hablar de Pablo, aunque sus verdaderos pensamientos estaban puestos, por fin, en cómo hacerse amigo de ella e intimar más. Porque Martín no era un iletrado, ni en sus sueños ni en la dolorosa vigilia. Así como aprendió a leer con una voluntad inquebrantable a pesar de la ligera idiotez, así tenía de ganas de aprender de todo. Le encantaba la Historia y su héroe preferido era Pancho Villa, por mandón y valiente, pero más por todas las viejas que tenía. La Física también lo fascinaba y claro, Stephen Hawkins, que físicamente casi estaba como él, era su preferido. Y la literatura, cuántos libros devorados en días y noches solitarias a través de tantos años, cuántos personajes interesantes había conocido y le habían interesado como si fueran reales: Alicia y la Reina de Corazones, Harry Haller, Anacleto Morones, Henri Chinaski... ¿cuántos más?
Entonces, inspirado, Martín se fue relajando y en su sueño, además de platicar de Pablo, le contó a Leonela de cómo Tom conoció a Becky, de lo hermosa e inteligente que era Irene Adler, del amor tormentoso entre Catherine y Heatcliff, de lo doloroso que es tener barros en la espalda y en el rostro resistentes a todo tratamiento y no tener amigos, de lo amargo que es la soledad y las ganas imperiosas a veces de no pertenecer a este mundo. Lo hizo de tal modo, que ella lo escuchaba muy atenta, sin parpadear, como si lo que él decía fuera la esencia de la vida. Aquel segundo encuentro fue delicioso. Cuando Martín se despertó, Leonela y él ya eran amigos.

Una semana más tarde fue la siguiente vez. No fue necesario mencionar a Pablo ni algún pretexto especial para acceder a la presencia de Leonela, ella simplemente estaba ahí, hermosa, deseable, llenando todo su sueño. Martín comprendió que la relación con ella avanzaba, había ahora una intimidad suave y espontánea que le permitía hablar con Leonela en voz baja y cómplice, tomarle de las manos y decirle casi secretos. En el cerebro y en el alma de Martín había tanta necesidad de cariño, de la cercanía de una mujer, que el hecho de que ambos se manifestaran sólo en sueños no los hacía menos reales. Entonces comprendió que desde ese momento soñar con Leonela era el motivo principal de estar vivo, soñarla aunque fuera un ratito, todos los días.
La madre de Martín hacía ya varios años que había muerto, un tío caritativo, bondadoso y con calidez humana, había logrado el milagro de mantener a Martín aferrado a este mundo y que no pensara tanto en ideas inquietantes como la de quitarse la vida. Porque hasta antes de conocer a Leonela, esta idea rondaba con insistencia los ratos en que se ponía a reflexionar; le entraba una melancolía tal que lo más deseable entonces era acabar de una vez con todo, con esa miserable vida y el esperpéntico cuerpo que lo mantenía atrapado, roto. Suicidio era la palabra mágica, atrayente; porque suicidarse era una acción que necesitaba mucho valor, coraje, determinación, como la de Hemingway o London. Sobre el suicidio había leído mucho y estaba informado de métodos y formas. Lo importante era tomar la decisión, morir no importaba. Por eso la llegada de Leonela fue la luz. Él no quería terminar como la Naoko de Murakami.

Había que asegurar el sueño y la presencia de Leonela, así que para la noche siguiente compró en la farmacia unas tabletas y con media pastillita antes de acostarse comenzó a controlar las horas de sueño y sus sueños, pues su deseo interno hizo posible que Leonela apareciera puntual en cada uno de ellos. Media pastilla diaria era nada y Martín se fue acostumbrando a tomarla puntualmente cada noche; entrar en la región del sueño y encontrarse con Leonela le producía una emoción inefable.
Al principio todo fue bien, el sueño era tranquilo, ligero, seguro; los encuentros con Leonela tenían la magia de los cuentos de hadas y el amor correspondido. Pero al paso de los días el consumo del medicamento fue volviendo tortuoso el sueño, agitado, con sobresaltos. La droga suministrada cotidianamente comenzaba a reflejar consecuencias. Empezó a dormir mal, a padecer dolores de cabeza y vómito, a no poder dormir. Fue entonces cuando Leonela dejo de acudir a su encuentro, de un día para otro no apareció más en sus sueños. ¡Qué angustia no encontrarla al cruzar el umbral de la vigilia! Ella no estaba ahí para hacerlo sentir bien, para brindarle una sonrisa o un beso en la mejilla; porque Martín nunca la había besado en los labios, no se atrevía, pensaba que Leonela iba a rechazarlo o de plano voltear el rostro con gesto de asco. Era su sueño, su Leonela, pero un rechazo hubiera sido insoportable.
Fue al médico y le dijo lo que estaba tomando porque padecía insomnio; le recetó otro medicamento y esa misma noche lo tomó rogando a Dios que apareciera Leonela. Con la nueva droga, ella acudió a la cita. Martín se sabía enamorado, pero no sabía si Leonela sentía igual. A lo mejor si le preguntaba o pasaba más tiempo con ella, podría saber más sobre sus verdaderos sentimientos. Si aumentara la dosis prescrita por el médico, dormiría más tiempo.
La droga era ligera, pero quizás una doble dosis para el organismo de Martín fuera excesiva. Él quería estar el mayor tiempo posible con Leonela. Dejo de leer y pasaba mucho tiempo sentado pensando en ella. También comía poco. Martín estaba infiltrado de la presencia de la muchacha.
Empezó a tomar una dosis doble de droga, la cual lo hacía dormir casi 12 horas seguidas. Sus ganas de aprendizaje, de conocer, se habían reducido al conocimiento de Leonela. Aprendió o inventó mejor dicho, casi todo de ella, cómo caminaba, el perfume que usaba, los detalles mínimos de su rostro, la ropa que vestía. Sólo le faltaba lo principal, saber si ella le amaba, para eso todavía no conocía la respuesta.
Con tantas horas de sueño ý tanta droga, Martín empezó a perder la cordura. A ratos ya no sabía si estaba despierto o dormido; como pensaba en Leonela a todas horas, ni siquiera la presencia de ella definía la vigilia del sueño. Adelgazó en exceso, el poco alimento que consumía apenas alcanzaba para que pudiera hacer las tareas más elementales. El tío bondadoso lo visitaba esporádicamente y en la visita más reciente al ver su estado se alarmó.
-No te preocupes por mí, tío. – dijo. – Empiezo a ser libre.

Aquella misma noche Martín emprendió el camino hacia la verdadera libertad. Esa noche estaba dispuesto a preguntarle a Leonela si lo amaba y a besarla en los labios por la fuerza si era necesario para que ella le respondiera. Tomó cinco dosis de medicamento de una sola vez y fue al encuentro de Leonela. La encontró igual de dulce y hermosa que siempre y nervioso y tímido como nunca le dijo:

-¿Me amas, Leonela?

Ella sonrío ampliamente y no respondió, pero se fue acercando a él hasta estar muy cerca de su rostro. Martín podía sentir su aliento perfumado.

-Sí – susurró, mientras lo besaba tiernamente en los labios.

Por fin soy libre, pensó Martín, mientras el último aliento de vida se le iba para siempre en la dulzura de aquella respuesta y aquel beso.

Texto agregado el 28-12-2018, y leído por 128 visitantes. (8 votos)


Lectores Opinan
29-12-2018 Estoy seguro que ya lo había leído. es una reedición? Como siempre un trabajo pulcro; con toques de realismo que da a cada personaje ese halo con el cual el lector comparte simpatía. Un tema relevante a través de los tiempos. Ahhhh el amor! Es cosa de ver no más como terminó Adán. Un saludo amigable para estas fiestas de fin de año, desde Iquique Chile. vejete_rockero-48
29-12-2018 Confieso que los textos largos tienen que ser excelentes para poder leerlos hasta el final. El tuyo Mario, es realmente de excelencia!!! Te felicito de todo corazón!!! ***** MujerDiosa
29-12-2018 —Desde que comencé a leer me cautivó este cuento y me iba apurando para encontrar el final, el que nunca pude imaginar. —Y la verdad es que cuando el amor muerde termina devorando hasta la voluntad. vicenterreramarquez
29-12-2018 Wow, más literal imposible. Me encantó. Besotes kahedi
 
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