Estaba de vacaciones en un pueblecito de la sierra, era por la tarde y éramos cuatro o cinco niñas muy amigas, de unos cinco o seis años cada una. Sentadas en nuestras sillitas de colores, en una pequeña explanada, junto a un muro bajo, en el que hay una fuente, disfrutábamos de nuestra infancia y nuestra amistad. Posiblemente teníamos alguna muñeca en las manos, eso no lo recuerdo.
De pronto ocurrió algo que perturbó completamente esa calma imperturbable e inmensa. Un camión bajaba calle abajo y doblaba, frente a nosotras, a marcha lenta, como exige el código de la circulación dentro de población, por encima del muro bajo, se veía perfectamente. Todas miramos el camión, impudoroso camión, escandaloso camión. Sabíamos leer y las letras eran grandes y claras, ocupando todo el lateral. Una de las niñas dio la voz de alarma. - ¡Drogas! Ni que decir tiene que el vehículo, antes que esconder su mercancía, hacía prácticamente exhibición de la misma, tal vez lucrándose, tal vez asustando, tal vez incitando al consumidor o provocando a los guardias civiles.
Dos o tres de nosotras ya gritábamos: - ¡Drogas! Todas nos levantábamos al unísono, asustadas, alguna incluso, despavorida. Algo muy raro había en ese camión-fantasma y no sabíamos bien el qué. Nos movimos del lugar y nos desplazamos bastantes metros.
Al cabo de un rato nos explicaron los adultos que acababan de surtir de productos de aseo, limpieza y cosmética a la tienda de arriba de la calle Mayor. Yo conocía ya la palabra “droguería”, y las drogas eran cosas malas. Nada que ver, …
Este cuento está basado completamente en un hecho real y agradezco a Merlín habérmelo recordado, por su confusión con los camellos de los Reyes Magos, con esas extrañas jorobas,... |