Ella era una diosa.
Siempre perfecta, irradiando glamour.
Bella, muy bella. Pero también era avasallante, su personalidad, su porte, su seguridad.
Por donde pasaba dejaba huellas: miradas, ojos desorbitados, corazones paralizados.
Pero yo era inmune a sus encantos.
Tanto así que me visitaba muy seguido, como reconociendo que no tenía el poder para influir en mí. Algo que por cierto la relajaba y la hacía sentir muy cómoda.
A tal extremo se sentía cómoda que una noche decidió quedarse a dormir. En mi casa, no en mi cama.
Yo me quedé despierto, como buen vampiro, mirando tele y disfrutando de mi propia mente.
Un rayo de sol por la ventana anunció el amanecer, y recordé que debía despertarla.
Golpeé su puerta y una voz suave y ronca murmuró una sarta de incoherencias, en parte agresivas y en parte graciosas.
Con una sonrisa fui a la cocina a prepararle un café, y cuando me di la vuelta, allí estaba ella.
Con mi short y mi remera, media dormida, medias rayadas y pies chuecos. Cara totalmente lavada, ojerosa, refregándose los ojos como queriendo coordinar algo.
Nada que ver con aquella diosa que yo conocía.
Era una simple mortal.
No tenía nada de perfecta.
Ni de inalcanzable.
Y por fin pude amarla... |