Faltaban pocos días para navidad, y yo sentía cierta inquietud. Recordaba con nostalgia los días de la infancia, extrañaba a la gente que había partido, y a veces me parecía ver a mi madre hablando sobre honestidad y franqueza.
Pensé que quizás era el momento de tomar una decisión.

Esa noche, durante la cena, mi marido se veía distinto: me miraba a hurtadillas como si sospechara algo. Mi malestar aumentó. Seguramente alguien le había ido con el cuento.
Miré el árbol que desde la sala enviaba señales de luces de advertencia. Lo sabe todo, anunciaban los rojos estridentes mientras mi esposo se llevaba un bocado a la boca y masticaba su decepción.
Recordé la primera navidad juntos. Habíamos cambiado tanto…la rutina, el agobio de nuestros trabajos, los hijos que nunca llegaron…todo eso había mellado nuestro matrimonio.

Lo miré a los ojos. En ellos se adivinaba cierta resignación, como si los años le hicieran comprender, que en una pareja, las equivocaciones siempre son de los dos. Sin embargo también creí ver un mudo reproche. Tuve miedo. Imaginé una escena desagradable, sus gritos, mi llanto, un final abrupto para una relación que desfallecía sin remedio.

En mi mente danzaba la culpa y aunque él mostraba una perfecta serenidad, mi imaginación transformaba su sonrisa en una mueca de odio.

-¿Puedo hacerte una pregunta? –dijo mientras dejaba los cubiertos en el plato y se limpiaba los labios con una servilleta de papel.
-Sí -dije con un hilo de voz.

Supuse que se había enterado de mi aventura con Pedro. Quise confesar todo, pedir perdón; abrí la boca pero no pude articular palabra. Observé mis manos tratando de controlar el ligero temblor que comenzaba a manifestarse.
Asomaban lágrimas a mis ojos cuando él preguntó:
-¿Qué deseas como regalo de navidad?