En el ardor fraguado de la tarde,
tu ventana enmarcada por la
sombra maravillosa del poniente,
retrata la sonrisa en tu rostro.
Es el rostro montañoso del cielo
de mis ojos, y tu mirar cromático
juega con las comisuras de mi boca que,
se pronuncian de emoción al contemplar
el sudor apretado en tu pecho;
perdido en la franela que se eleva
como polvo sobre llanura,
cual si aquellos, soplaran desesperadamente.
Un pajarillo se ha posado en el alféizar,
robando nuestra mutua tensión;
y tan rápido como llega, se esfuma;
Dejando con su visita un roce casual,
tímido y, de pasión elocuente.
No dices nada, solo juegas con tu
pie entre el pantalón y mi pierna.
Los alimentos aún están de probar,
pero tu pie sigue jugando y me ha
hecho perder el interés en el menú.
Tomo tu pie con delicadeza, luego lo
apretó en mi mano mientras cierras los ojos.
¿Sabes cuál es la diferencia
entre aquel café llamado “tú y yo,"
y nosotros dos?
respondes negativamente con
un cabeceo lento, muerdo mi
labio mientras aun acaricio tu pie-
“que siempre tiene compañía,
mucha compañía; en cambio aquí
estamos solo tú y yo”.
Y una cortina anacarada me
enseña tu alegría. Ahora el
manto nocturno acentúa tu olor,
ese que antes no percibí quizá
por la comida, ese pábulo
terriblemente humano que se
esparce con el viento como el
rocío y preconiza mis impulsos
sobre tu piel de alforja.
Tu pie está más arriba y solo tendrá
regreso para abrir paso al deseo,
que sujeta ya tu cabello.
Se extingue entonces la última luz,
lentamente, bajo la bóveda infinita.
La carne se alimenta
de la carne, el espíritu
se confunde, la cena se enfría…
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