La noticia me había impactado y necesitaba procesarla. Salí a caminar, pero esta vez no me detuve a observar los fresnos que bordeaban el camino como siempre lo hacía, tampoco el cielo azul de aquella mañana primaveral. Solo pensaba en Mario.

El largo paseo despejó mis dudas; comprendí que debía acompañarlo.

En el cruce nos encontramos. Nuestras miradas fueron intensas.

- ¿Todo listo?

- Sí.

- Pues vamos.


Cinco minutos más tarde, estábamos allí. Yo estaba muy nervioso, pero no habría de dejarlo solo en la patriada.
Metí mi mano derecha en mi mochila, y saqué dos tomates grandes bien maduros.
Uno para él y el otro para mí.

Nos parapetamos y cerrando los ojos gritamos:


- ¡¡Tomaaa malditooo!!!


El director de la escuela acababa de abrir la puerta, e intentaba reconocer los rostros de los atacantes, al tiempo que los tomates se le aproximaban.

La excusa que dimos el lunes en la escuela no convenció ni al Director ni a nuestros padres.
Nadie creyó que practicábamos lanzamiento deportivo de tomate redondo maduro, y menos que no sabíamos que esa era la casa de la máxima autoridad de la escuela.

El apercibimiento original a Mario por desacato a un maestro se transformó en uno por partida doble.


Debimos realizar un trabajo comunitario que consistió en la preparación de una huerta en el terreno escolar, para cultivar tomates, y un trabajo de limpieza en el frente de la casa del director.


- En ésta época ya no hay rebeldía – dijo Mario mientras daba vuelta el terrón con la pala.

- Sí, ni tomates tampoco.


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Marcelo Arrizabalaga.
Buenos Aires, 18/12/2018.