El Chino, ese loco bien arreglado de Quilpué, ese mismo, el que habla inglés… El Chino.
El Chino tiene un grupo de amigos, “los caballos” y siempre que puede se junta con ellos (si es que no lo absorbe la pega en la capital), para tomarse unas chelitas y fumarse unos cañitos, mientras conversan y pasan un buen rato frente a la tele, inmersos en los colores brillantes de los video juegos que se reunían a compartir. Yo no sé si el Chino se dará cuenta, pero cuando está con esos cabros su risa cambia, es más efusiva y espontánea, se le nota que los quiere; pero lo que más me gusta a mí de esas juntas, es que también se nota que esos chiquillos lo quieren a él.
Si bien mi afán no es hablar de mí, no puedo evitarlo si hablo del Chino, porque fue él quien me dio un lugar en esos espacios masculinos, donde podría simplemente haber sido “su mina” y no compartir con los caballos, pero no haberlo hecho, habría sido una maldad, porque esos son loquitos buenos, son loquitos que te tratan de igual a igual, que no escatiman en tallas y tampoco se avergüenzan de demostrarse cariño en un círculo (que pareciera ser tan cerrado) de hombres. Me caen bien esos loquitos.
Gracias al Chino los conocí y también conocí a las “chiquillas”, un par de locas hermosas, de esas locas sororas, que tienen tanto amor para sí mismas como para los demás que es imposible no quererlas, de esas locas que te hacen sentir querida y acompañada, unas mujerazas esas locas.
Y así era el Chino, era un loquito sociable, que estaba rodeado de personas hermosas que le querían y que en su (algo cerrado y racional) corazón, yo sabía que él amaba caleta.
El Chino me dijo una vez, que junto a todas esas personas, había un espacio para mí en su corazón y que una vez entrabas ahí, era imposible volver a salir. ¿Y saben qué más? Yo le creo, porque ese Chino del que les hablé, se parece a mi Chino, pero no es igual. Mi Chino tiene una voz grave y risa delgada, sus ojitos se vuelven medialunas tras sus lentes cuando sonríe y siempre se las arregla para oler bien. Él me dice que no tiene olor corporal, yo pienso que su esencia es oler a “limpito”, como diría mi madre. Y joder… espero que nunca se entere de que algo así cruzó mis pensamientos a causa de él. Es que se reiría mucho y usaría eso para molestarme, porque sabe que me pone nerviosa, y que lo quiero.
Puta que lo quiero al Chino, yo sé que él lo sabe, y lo sé por cómo me mira, como diciéndome “yo también te quiero, washi”. Lo sé porque conmigo, el Chino se va en la volá profunda, en la volá mística, microscópica, sensitiva, visual y tantas otras que no alcanzamos a nombrar. Lo sé porque conmigo se relaja y no le importa “pastearse” cinco horas de una serie, y de paso, llorar a causa de la misma; no le importa que lo vea quebrarse (aunque sea solo un poco), así como tampoco le importa verme llorar y tener que abrazarme hasta el cansancio para que me calme. Lo sé por cómo me acaricia y busca mis mimos, por cómo me abraza y respira lentito en mi cuello, como si quisiera recordar por siempre mi olor, lo sé porque yo hago lo mismo. Lo sé por cómo me besa.
¡Ay señor! Y es que cuando mi Chino me besa, saltan chispas en mí y me derrito toda en sus manos, esas manos que se deslizan por mi cuerpo, apretando mis pechos y mi cintura, a veces más abajo, volviéndome loca, loca de deseo, loca de él. A veces creo que el Chino no puede llegar a imaginarse lo mucho que me pasa, él me pasa, porque con él me pasa de todo, lo quiero todo.
Pero el Chino se va a ir, yo les dije que él hablaba inglés, así que se va “pa’ los estados juntos”, por allá bien lejos de mí con su gringa. Pero está bien, lo hemos hablado con mi Chinito, mi flaquito precioso de voz coqueta, y sé que le va a doler, quizá tanto cómo a mí, lo sé porque le vi sus ojitos vidriosos justo antes de besarme y darle un trago a su tropical, lo sé porque algo cambió en nuestra forma de querernos, pareciera que mientras menos tiempo nos queda, más fuerte sentimos. Lo sé porque cuando le hago el amor tiembla enterito bajo mis caderas, porque aprieta los párpados con fuerza y se aferra a mi cintura, jadeando mi nombre y yo me derrito, me derrito toda en sus manos.
¡Ah…! El Chino… Mi Chino, si tan sólo pudiera decirle todo esto a él, yo sé que me entendería, pero no quiero que cargue con más culpa, porque bien sabía yo que nuestro amor tenía fecha de caducidad y quizá por eso es que lo quiero tanto, porque me siento libre, libre de amarle con tanta intensidad, sin miedo a las ataduras, a que me corte las alas, porque es la única persona que me ha amado así, libre, loca, dispersa, cambiante, triste y risueña. Quizá le encontré el gustito a los amores que dejan huella, de esos que no pudieron ser felices para siempre, pero que siempre te dejarán el recuerdo del potencial que “podríamos haber tenido”, por eso siempre me he aferrado a esa frase de García Márquez que versa lo siguiente:
“En verdad hay sentimientos que es mejor que se queden en lo platónico; y es mejor recordarlos así, irreales, inacabados, porque eso es lo que los hace perfectos.”
Y así, Chino, nuestra historia quedará, inacabadamente perfecta, porque a la hora de dejarte partir, lo único que sabré es que te quise, te quiero y siempre te querré.
Chizuru - Gabriela Muñoz Lara |