Detuve el cochecito en el aire, justo cuando le hacía con mi boca el brrrrmmm, brrmmm del motor, porque una música muy bonita me había sorprendido viniendo desde la calle.
Mi madre, que cosía un vestido a mi lado, notó mi cara de sorpresa.
Con mis cuatro años y medio, creo que nunca había escuchado la música que anunciaba al afilador. Un oficio que tenía muchos representantes allá por la década del sesenta.
Ella dudó en qué hacer primero: si llamar a papá para que trajera los cuchillos y tijeras, o explicarme de qué se trataba.
Mientras él se acercaba con el material, ella abría la puerta.
Fue cuando vi a un señor en bicicleta que soplaba una pequeña armónica de plástico. Y como si fuese poco, se estaba acercando a nosotros.
Papá le dio las cosas para afilar, mamá seguía con sus explicaciones y yo miraba fascinado la armónica maravillosa.
Cuando el hombre se fue, busqué a Raúl para jugar al afilador. Sabía algo nuevo y quería compartirlo con mi hermano. Subí al triciclo y mientras tocaba la cornetita grité: ¡afiladoooor!
Él, con dos años más que yo, sonrió con aire de suficiencia:
-¿Así que sos afilador? ¿Y qué vas a afilar? Mamá no quiere que juguemos con cuchillos ni tijeras.
-Te puedo afilar la tijerita de la escuela. ¡Dale! ¡Traela!
Fue a buscarla siguiéndome el juego cuando nos llamaron para el almuerzo.
Mientras comíamos, Raúl dijo que era muy aburrido eso de jugar al afilador. Y sugirió que si hubiera más hermanos, yo podría jugar con ellos.
Miré a mi padre, y le pregunté:
-Papi, ¿no tienes hermanos para prestarme?
Raúl lanzó una carcajada. Pero mis padres se quedaron pensando.
Un brillo en los ojos de papá denotaba algo especial. Y el rostro de mamá estaba raro.
Cuando fui adolescente me enteré que mi padre sí había tenido más hermanos. Además de las dos tías ya conocidas, existía un varón.
Una tarde de verano había discutido con el abuelo y se había ido de la casa para nunca más volver.
Papá dijo que el señor de esa mañana le recordaba a su hermano, pues miraba profundo y apretaba los labios como él solía hacerlo.
-A mí me pasó igual. -dijo mi madre.
-Pasaron tantos años…
-Veinticinco años.
Hubo un largo silencio. Luego sus miradas se encendieron.
Dijeron a dúo:
-¿Tú crees que..?
Yo, como niño impaciente, volví a preguntar:
-Papi, ¿me vas a prestar un hermano para que juegue con él?
-Tal vez, Luisito, tal vez.
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Gloria- Marcelo
Buenos Aires, 14/12/2018.
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