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Sergio está parado con las manos en la cintura en la línea del arco. Se agacha un poco y grita ¡ahí! ¡ahí! cuando ve venir a los rivales. Le lanzan un tiro bajo y él se estira a ras de suelo y apaña la pelota. Se queda un rato con ella. Luego se pone de pie, se sacude un poco la arena y con una mirada aguda sondea a su equipo. Todos estamos atentos a lo que va a hacer. Me ubico a un costado de la cancha y Sergio gira el brazo y me arroja el balón. Lo recibo, doy media vuelta y el juego y el griterío vuelven a comenzar.
Sergio y yo nacimos en el mismo barrio pobre e íbamos a la misma escuela insulsa. Nuestra vida en el sentido feliz de la palabra se desarrollaba en los recreos, en las calles y en los sitios eriazos. Con una pelota de cuero y dos o tres jugadores por lado armábamos épicos partidos de fútbol. La escuela no tenía cerco y ocupábamos todo el espacio contiguo para correr y revolcarnos. A veces, al salir de clases, con el sólo hecho de que alguien diera un puntapié a un tarro empezaba una frenética lucha de patadas, empujones, caídas y risas. Para nosotros todo espacio deshabitado era una posible fuente de diversión. Por supuesto había prioridades: 1) si el lugar servía para una partido, 2) si para esconderse, 3) si para jugar a la bolitas. A veces organizábamos luchas de pandilleros y confeccionábamos armas, sables y cuchillos terribles.
A menudo, cuando sin darnos cuenta nos salíamos del campo de la ficción y se armaban peleas reales, Sergio, que era dos años mayor que yo y uno de los grandes del grupo, me defendía. Ahora que lo pienso me quería bastante. Nunca se burlaba de mí y siempre hablábamos de cosas y aventuras que podríamos hacer juntos. Él era el líder y yo su lugarteniente. Organizábamos partidos de fútbol, viajes a la playa o al bosque a recolectar moras. A veces me iba a buscar para que lo acompañara a comprar o para que le ayudara en las tareas. Aunque iba un curso más arriba no era bueno para el estudio y yo lo ayudaba en matemáticas, historia o lenguaje.
La primera desaparición de Sergio fue en el verano de 1983, un poco antes de entrar a clases. Yo le pregunté a mi madre que donde estaba y ella se demoró un buen rato en responder, luego me dijo que en el hospital sin dar más detalles. En realidad nadie sabía mucho lo que le pasaba, ni siquiera su familia. Corrían varios rumores sobre el origen de una rara enfermedad que le había atacado. Se decía que un golpe con palo de escoba dado por su hermana mayor y una mala caída jugando a la pelota le habían producido en los huesos una especie de gangrena. Lo del golpe de su hermana no lo vi, pero la caída fue en el colegio y yo estaba presente. Un compañero lanzó un gran tiro al ángulo, Sergio saltó y se estiró como nunca lo había visto y desvió la pelota y salvó el gol, pero cuando cayó empezó a retorcerse de dolor. Se lo llevaron en andas y lo vi pasar llorando. Creo que ese fue su último día en la escuela. Tiempo después supimos que tenía prohibido jugar futbol.
Cuando Sergio volvía del hospital nos contaba algunas cosas que le hacían allá, los cuidados de las enfermeras y los consejos de los médicos, nos describía las salas, las camas y los delantales blancos, las sondas y los medicamentos. Un mundo que para nosotros era lejano, ajeno e incomprensible. Sus desapariciones al comienzo no eran tan largas, un par de días o a lo más una semana, luego regresaba al colegio y nos olvidábamos de su enfermedad y de sus estadías en ese lugar extraño.
Una tarde mi madre lo invitó a almorzar y conversamos. En sus palabras tenía un problema en la parte interior de los huesos y los médicos estaban tratando de sanarlo con medicamentos muy fuertes, por eso se le caía el pelo. Al principio nos costó acostumbrarnos a ver su cráneo blanco y brilloso y más de alguna broma le lanzamos. Pero nos advirtieron que no debíamos burlarnos de él ni menos ser bruscos. Creo que fui el que más se tomó en serio esta recomendación. Cada vez que lo veía lo invitaba a mi casa a jugar o trataba de ser amigable y simpático. Él me lo agradecía mucho, y surgió entre nosotros una especie de pacto silencioso ante lo desconocido, una unión sostenida por la inocencia y el miedo.
Luego de sus últimas ausencias Sergio volvía con muchos obsequios. Traía pelotas, revistas y juguetes muy bonitos que nos prestaba. Nosotros le preguntábamos por qué le hacían tantos regalos si no era navidad ni su cumpleaños y él respondía que tampoco sabía muy bien pero que en el hospital las tías lo querían y lo consentían mucho. A veces llegaba con ropa nueva o zapatillas, con juegos de mesa o camisetas de su equipo favorito. Cuando traía una pelota Sergio me la dejaba a cargo. Yo organizaba los equipos y los partidos y cuando terminábamos se la devolvía con un sentimiento de culpa por haberla ensuciado.
Recuerdo la última vez que estuvimos juntos. Tras un buen tiempo de no verlo nos llevaron a un grupo de niños a su casa porque él quería estar y hablar un rato con nosotros. Su vivienda era pobre y sencilla, pero la cama en que convalecía estaba limpia y ordenada. Un aire frío y una semioscuridad triste inundaban toda la habitación. Por supuesto nada nos dijeron sobre la fase final de su enfermedad y que la visita era más bien una despedida. Lo vi delgado, pálido y lánguido. Nosotros tratábamos de entretenerlo pero él apenas sonreía. Le llevé de regalo unas bolitas y le dije que se recuperara pronto para que pudiéramos jugar otro día. No sé, me dijo, no tengo ganas de levantarme.
Recuerdo que en su velador, además del vaso con agua y unos medicamentos, había unas revistas de Condorito. Le pedí prestada una, él asintió, la tomé y empecé a leer pero los chistes no me hacían gracia y la cerré.
A veces intento ponerme en su lugar y trato de pensar en cómo se habrá sentido ese día, qué habrá discurrido al vernos ahí, al pie de su cama, sanos y con toda la vida por delante mientras él se moría de leucemia a los once años. Qué ideas o emociones, cuánta rabia, duda, angustia o desesperación habrá experimentado.
Por supuesto nunca hablamos de la muerte. Éramos niños y ni siquiera se nos pasaba por la cabeza que alguien de nosotros se muriera. Seguramente tampoco la comprenderíamos. No a esa edad. No me puedo imaginar en qué momento Sergio se enteró que iba a morir. Espero que haya sido al final. Aunque creo que eso en nada habrá disminuido su dolor y su estremecimiento ante el absurdo.
No recuerdo haber ido al velorio ni haberlo visto en la urna. Tal vez lo hice, tal vez no. No está en mi memoria. Los recuerdos de esos días son difusos, pero persistentes. Veo personas, sombras y figuras poco definidas y ondulantes. Es penoso que mis recuerdos de él sean cada vez más vagos. Hay dos o tres imágenes claras, lo demás es pura reconstrucción mental. Evoco el día lluvioso, los sollozos de las mujeres, la fila interminable de niños con uniforme al borde de la calle, el paso fugaz de la carroza con el ataúd blanco y las flores y los buses atestados de gente. Eso es todo.
Han pasado treinta años de la muerte de Sergio y aún no logro sopesar lo significó para mí, qué influencia ha tenido en mis decisiones y en mi forma de afrontar la vida. Quizá no haya forma de saber. Hay cosas que ocurren sin explicación ni justicia y simplemente las llevamos a cuestas resignados. A esa edad ya dudaba de la existencia de un dios todopoderoso y superbueno a si que no fue necesario cuestionarlo, es más, creo que con la desaparición de Sergio mi escepticismo se consolidó. Sin embargo, todavía no renuncio a la búsqueda de una pequeña justificación, una gota de certidumbre, algo que me ayude a comprender esta tragedia interminable de la muerte y el olvido en el que todos vamos a caer.

Texto agregado el 11-12-2018, y leído por 180 visitantes. (5 votos)


Lectores Opinan
04-10-2020 Este texto ya lo había leído, no sé por qué no dejé comentario. Está tan bien narrado y con ese final que es tan bonito, triste sin ser empalagoso. Buenísimo. MCavalieri
24-02-2019 Bueno, ágil, con la nostalgia de la inocencia y la brutalidad de la realidad. Encantada de leerte y conocerte. Justine
20-02-2019 Muy bueno. Detallado. Fluido. Y con un final acorde. De lo mejorcito que he leído en los últimos tiempos. D2EN2
13-12-2018 Bastante bien. Me gustó el detalle de los cambios de tiempo. El título está raro o no lo entiendo bien, pero esto tal vez no sea muy relevante. No sé, pienso en la relación muerte - olvido en Aquiles, por ejemplo. guy
12-12-2018 tu narración es muy buena . nos lleva hacia un pasado donde la muerte no existía yosoyasi
12-12-2018 Una historia muy triste, perfectamente narrada. en verdad quedé triste, muchos recuerdos para la cabecita de un niño y que aún hombre no se resigna al enigma de la vida y de la muerte. Yo tampoco. Magda gmmagdalena
11-12-2018 Su experiencia fue corts. La tuya aún perdura.Pero en escencia, siguen conectados a yravés del afecto. Un relato co que conmueve. Marcelo_Arrizabalaga
11-12-2018 Tu narración me lleva a sentir la inocencia de los niños, y la tristeza en la muerte. ahlam
 
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