Avanza con paso casi aquiescente entre bruma lúgubre el niño. Con mirada fugaz contempla la extraña belleza del mirlo y una mueca en sus labios presagia el rojo final de un hombre, ahora tan hermoso como aquella ave. Con libérrima fruición, con la proyección de un ser baquiano que ya no vive para sí; sino para ella, que aquieta todo peligro circundante, esquivándo por él, por toda una vida profusa de esas pequeñas cosillas que logra verter el amor. Por ese muaré en el temple de sus manos, de su mirada, con el único propósito de transformarlo todo, de hacerlo nuevo y, que el adora tanto por supuesto. Avanza con paso decidido, un ave ha surcado el cielo. Observa, baja la vista y una sensación que recorre su nuca presagia la figura yerta. Ahora, en soledaño recuerdo se ha convertido aquella candidez de un sueño profundo y una existencia dilatada. Envía su último mensaje que el viento susurra: ¡Adiós mi adorado mirlo!