El ataque de las hienas lanudas fue salvaje, despiadado, e inesperado. Ellas sigilosas llegaron al pequeño poblado de Glorietta bajando por el lado norte de las montañas susurrantes; cautelosas flanquearon los límites del bosque de la agonía, y arremetieron contra la desamparada población con una furia inusitada; aullaban y destrozaban todo a su paso; nadie esperaba un ataque tan feroz.
La bisabuela de mi padre; Berenizze de Chinchaco, quién en aquellos tiempos contaba con tan solo unos pocos años de vida, relató este suceso en los juegos de invierno que se efectuaran algún tiempo después; y Cotelius el escribano proveniente de las islas Iqueque lo transcribió para que no lo olvidásemos; en aquellos festejos se narró frente a la multitud allí reunida lo acontecido, y la extraña manera en qué fue repelida y extinguida la mortal jauría.
Los animales eran guiados por Guthar, líder de la horda, una salvaje y parda bestia que carecía de uno de sus ojos, aquel órgano lo perdió en la gran batalla de los montes de Manort.
La turba atacó cuando las fría ráfagas polares procedente del lago de Margoth anunciaban el cambio de estación, y la llegada del invierno. En silencio las hienas asesinaron a los guardias de las puertas de Northang; desafortunadamente aquellos accesos conducían directamente a los jardines colgantes de la diosa Mabeliad guardiana y protectora de los recién nacidos. Fue una matanza imprevista y brutal; no hubo sobrevivientes entre los primogénitos que estaban bajo su cuidado.
Berenizze de Chinchaco tuvo que correr sobre el húmedo y resbaladizo fango para salvaguardar su vida; luchando desesperada contra la gélida nieve que había comenzado a caer copiosamente, mientras corría invocaba a los dioses para no convertirse en una victima más de las desalmadas alimañas; huía hacia el templo del dios Vejeth, buscando protección contra la invasión.
Lamentablemente a solo un par de metros de las escalas de ingreso al bastión, Berenizze de Chinchaco cayó rendida de cansancio y desesperación, pacientemente esperando su fin. Los ciudadanos de Glorietta pensaban que todo acabaría rápidamente cuando vieron aquella imponente figura salir majestuosa desde el interior del santuario.
Puchunga de Lobos, la pitonisa del dios Vejeth temerariamente escupió los peldaños de mármol por donde las hienas se acercaban gruñendo y maldiciendo en aquella incomprensible lengua de los malvados cuadrúpedos de las montañas susurrantes. La hechicera levantó amenazante su báculo a los cielos, y recitando antiguos cantos de alabanzas comenzó a dibujar círculos en el aire; algunas esponjosas nubes de color carmesí, bajaron tras el llamado de la hechicera; de una de ellas se desprendió un luminoso rayo que cayó tronando sobre la manada. En tan solo unos segundos Marcosh y Anithas las más feroces y temerarias hienas del grupo perecieron calcinadas.
Guthar no pensaba abdicar tan fácilmente; gruñendo temerario se abalanzó sobre Puchunga de Lobos.
Cuentan las viejas de las aldeas cercanas que aquel terremoto que azotara toda la región, comenzó en el mismo instante en qué Puchunga de Lobos pitonisa del dios Vejeth, golpeara con el mágico cayado la tierra cerca de las columnas de Kothem; el cataclismo abrió ardientes e inmensas brechas que babeaban roca fundida y fuegos fatuos; y fue qué por una de estas humeante grietas, Guthar el líder de las hienas lanudas resbaló, cayendo y bramando de desesperación y terror. Los demás animales huyeron atormentados, algunos de ellos aun conservaban en sus sangrantes hocicos, los cuerpos inertes de algunos primogénitos.
Pasó cerca de un siglo, para nuevamente volver a ver hienas lanudas en las montañas susurrantes.
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