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Casi todas las mañanas de agosto solían ser fogosas. A medida que la jornada iba desfilando ante sus ojos, se había ido sintiendo más y más extraño. Sufría una especial carencia de ánimo. Se miró al espejo y quiso ver algún signo que explicase aquel aturdimiento, aquel extraño discurso rememorativo de paisajes muy olvidados, algunos dolorosos, y otros mucho más cercanos en el tiempo, pero igualmente punzantes, por diversos motivos. Pensó, que aquella barba, creciendo día a día, le daba un aspecto de intelectual que él en su dejadez no deseaba. Se miró los labios, aquellos que gustaban tanto a las mujeres, “abultados y sensuales” - le decían- “deliciosamente suaves” –suspiraban-, y sin embargo, ninguna se quedó a su lado. Todas le habían dejado una huella deforme en algún sitio oculto que no había logrado desalojar. ¿Por qué volvían ahora a penetrar desde tan profundo, desde tan abajo, aquellas sensaciones, en aquellas horas en que la luna clamaba por ocupar todos los rastros en la memoria? Fue quizás alguna palabra, captada a medias en cualquier calle, algún sonido diferente, quizás alguna canción volviendo del pasado... sonando como una diosa y revolviéndole el ánimo como una bailarina invisible atándose a sus músculos, bailando por su corazón, susurrándole al oído palabras inaccesibles.

Tomó una decisión repentina. Lo dejó todo abandonado y cerró la puerta. Avanzó por el pasillo y subió las escaleras. Recorrió la vieja alfombra de lana que sujetaba aquellos muebles antiguos. Siguió caminando entre murales que contenían recuerdos de sus viajes entre baldas y cajones de los aparadores. Una pequeña bola del mundo, en marfil y en jade, dibujando un mar blanco que sujetaba la tierra de los continentes. Armas de caza de tribus extintas de África. Objetos de Persia. Mil recuerdos de sus viajes más añorados, cuadernos con anotaciones milimétricas, numerados en un diario todas las experiencias que había vivido en sus trabajos con las gentes de otros pueblos y ciudades. Y por supuesto, la prueba gráfica del amor más intenso vivido con las mujeres que marcaron su vida, que vivieron en él y formaron parte de su existencia, tan abrumadoras como sus viajes o sus recuerdos.

Pero él deseaba algo que hacía tiempo yacía olvidado. Empujó la última puerta. En aquella habitación de alma amarilla, flotaba el espíritu del tiempo y el color del sol en cada uno de sus rincones. Ahora, a pesar de la noche, algo quedaba en el ambiente, impregnándolo todo. Se sentó y meditó unos instantes mientras miraba a ninguna parte. Alargó la mano. Hizo un suave ademán de estirar algo y sacarlo de su escondrijo. Cuando lo alcanzó desde donde yacía en reposo lo atrajo hacia su corazón. Sintió algo impreciso al tocarlo, su piel negra, las hojas un poco envejecidas, el olor rancio de la tinta vertida y olvidada. Suspiró. Había dado un gran rodeo obviando aquella costumbre que había tenido de escribir. “Escribir ¿para qué?” –le habían dicho, hasta la saciedad- Eso, ¿Para qué? –se había dicho a si mismo- Y lo dejó para siempre. Abandonó aquella costumbre insana para su cuerpo y para su mente, “insana, insana, insana...” , seguía oyendo aquella palabra repiqueteando en sus oídos. ¿Quién se lo había dicho? Qué importa... “Escribo porque no me queda más remedio”.

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Texto agregado el 27-09-2004, y leído por 238 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
27-09-2004 A medida que el relato avanza, el ambiente se va imponiendo sobre la propia descripción. Es éste un magnífico ejercicio literario, que despierta los sentidos. Enhorabuena, akim
 
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