La siguiente narración, que les voy a referir, me sucedió cuando yo era un imberbe, en la edad indefinida entre niño y adolescente. Aunque de buen ver, era chaparrito y no muy musculoso.
Un anochecer, iba como dicen los argentinos: callejeando por mi ciudad, para pasar el tiempo. En frente de mí venía una señora de mediana edad, regordeta y cargaba en la mano derecha una pesada maleta,
—Joven —me interpeló la mujer— ¿podrías ayudarme con la maleta hasta mi casa, son unas cuantas cuadras, te pagaré?
Con más entusiasmo que habilidad, cargué la maleta. ¡Ay Dios! Cómo pesaba y las cuantas cuadras, se convirtieron en muchas, yo iba pujando por el esfuerzo y la dama al ver lo anterior, refunfuñando, me ayudó a cargar la dichosa maleta, y me dijo:
—¿Qué pasó? Nomás no puedes, estás muy debilucho.
Yo, mortificado, me quedé callado y seguimos nuestro camino. Se me hizo eterno. Cuando al fin llegamos. La señora intento darme unos centavos diciéndome:
—Toma.
—Gracias señora, no es nada —le dije— es un favor.
Me fui huyendo, afligido. |