Pasé toda la mañana esperándola. Estaba nervioso. No sabía qué sucedería.

Con ese entripado en el estómago, creí que era lo mejor: enfrentarla y hacerle saber lo que sentía.

La última vez que estuvimos juntos todo fue confuso. Diría que una suma de tristes desencuentros.

No estábamos hechos el uno para el otro, eso estaba claro. Lo incierto era cómo todo esto terminaría.

¿Hablar? No, ¿para qué?


De pronto ella apareció.


Como ignorándome se ubicó en una mesa cercana, pero evitó mirarme de frente.


Hubo un minuto de tenso silencio…


Su actitud inesperada me enfureció, y reconozco que me enceguecí. Y en un instante de pasión, la aplasté contra la pared.

Todos los presentes quedaron estupefactos. Sus miradas desorbitadas me hicieron sentir una terrible culpa.


No sé cómo pude hacer algo semejante.

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Pobre mosca…

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Marcelo Arrizabalaga.
Buenos Aires, 4/12/2018.