Alzheimer
Éramos varios sentados a la mesa. La hospitalidad de la anfitriona era esplendorosa, preparaba los manjares más deliciosos, para que la gente comiera a su gusto, y se sintiera cómoda y relajada. También había vinos y aperitivos.
Todos comíamos con agrado, bebíamos demasiado, reíamos de pavadas.
Nosotros dos jugábamos debajo de la mesa.
Pie derecho con pie izquierdo, ¡Cuánta locuacidad en esos pies! ¡Si esos zapatos hablaran!
Contarían que estaban deseosos de encontrarse, de rozarse sus respectivos talones, de frotarse en forma desmesurada y prodigarse caricias, de costado, abrazándose como si hiciesen el amor.
Entrada la noche todos nos despedíamos muy contentos, con el estomago lleno, y tal vez algunas fantasías y nosotros, con el deseo consciente, que esa no sería la ultima cena que nuestros zapatos se relacionarían.
Pasaron muchas cenas como esas. Los años pasaron también.
Los amigos festejábamos cumpleaños, aniversarios, llegadas de nietos, eventuales jubilaciones.
Cuando me encontré con ella no me reconoció. Pensé que era pasajero, pero en nuestros próximos encuentros, sus ojos me miraron fijo y pasaron de largo por mi rostro. Me inquieté. Traté de rozarla con mi zapato, y ella en forma contundente se retiró. Me pareció que no sabía en qué mundo vivía, ni si era invierno o verano, y no dijo ni una palabra, solo una mirada oscura y vacía, como si algo tenebroso se hubiese instalado en su cerebro.
Lloré por dentro, y con mi pie izquierdo apenas, roce su sandalia gris peltre y me sumí de nuevo en mis pensamientos toda la noche, quizás sabiendo que esa sería la última, vez que nuestros zapatos interactuarían.
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