Al bañarme con el agua tibia presentí que sería un día especial. Me sentí ligero, felino. Miré el sol amodorrado, una brisa en la mejilla. ¡Hace tiempo esperaba un día como este! Saqué la loción de madera y el perfume refrescó la barba recién rasurada. Tomé el bastón. Caminé sobre el pasto húmedo. Me complacía ver las huellas del pie sobre la hierba y percibir el aroma de la hierba.

Es una mañana fresca que sabe a churros con chocolate —Lo dije sin haberlo pensado. Solté una carcajada al evocar: recorríamos el malecón tomados de la mano. Elegimos el camino que nos llevó mar adentro. Un pelícano parecía seguirnos, bajo él, la joroba espumosa del mar. Regresamos al centro de la ciudad porteña. Deseaba un tarro de cerveza. Al pasar, percibimos un olor a chocolate. Sentados sorbíamos. Tú mordías la textura crujiente del churro y me lo dabas en la boca.

Por momentos el viento se arrebata, segando a los pequeños duraznos. Camino rumbo a la salida, bamboleando el bastón como una espada y moviendo el cuerpo como aquel legendario “zorro”.
El zaguán externo se divisaba y al traspasarlo se ve la caseta dónde el urbano hace alto. El portón tenía puesto el candado y maldije mi memoria por no haberme traído las llaves; sin embargo, tengo la esperanza de que simulara estar cerrado. ¡sí! ¡Así era! Cuando lo abría escuché la voz irónica de Mauricio, el gendarme de la institución:
—¿Dónde va si no es día de salida?
—Traigo un pase. —le respondí serio. Me miró sorprendido y aproveché para decirle que, del edificio central, la madre Teresa le hablaba. Él se da la vuelta y con el bastón lo golpeé haciéndole perder el conocimiento. Nada grave y, caminé hacia la carpeta de asfalto diciéndome que hoy es un excelente día. Allá en el pueblo hay Churros, chocolate, o quizá una dama que gusta de la nieve de vainilla. Y si no, tal vez haya un pelícano que me llevará hacía las jorobas espumosas del mar.