La ciudad mastodónica, agobia, me apuñala, me fastidia incluso antes de aterrizar en ella (cuando solo la presiento como destino inevitable) y ya al estar inmerso, sumergido en sus babas egocéntricas, es un peso que tira de los hombros hacia abajo clavándome uñas mugrientas cerca del cuello, busca arrodillarme.
Irritan sus bares murmurantes, de aglomerados personajes hambrientos, comesolos, donde un extranjero sudoroso y pálido atiende de malagana y barre el agua de lavar los pisos a las veredas de la avenida y huelen a fritanga, a aceite muy usado. Lo que hace romper loca mi anotomía con el mal humor de los sobrevivientes.
No, no soporto el esfuerzo de tener que encontrarme en sus calles, de cruzarlas entre motores que aceleran, entre la indiferencia, en la locura abrupta del tránsito, en sus carburantes, sus bocinas, en el bullicio de la gente desplazándose con vértigo, bajo un cielo achicado por las torres y sin estrellas.
La encontré frente a mí, parada en la esquina y mirando hacia el interior de un Café.
Una imagen neutra, parte del movimiento que circula en ese torbellino de otros que no me interesan, que no existen pero torpemente me rozan y escucho, sus gritos, sus voces cercanas. Irritantes, chillonas, hablan de cosas que no me atañen y no entiendo. Solo ensayo para la farsa actual.
La miro.
Es de rasgos fuertes y es hermosa, con una belleza que uno no capta de entrada por que predomina en ella como un abandono de sí. Como una indiferencia a su aspecto.
Quizá alguien la debe amar en silencio pienso. Quizá alguien la ame soñándola con otro aspecto, o es una fantasía de un hombre que puso su atención solo en su boca, o en la sonrisa de sus ojos transparentes.
No es el mejor lugar para amar a alguien, o alegrarse por un rasgo de belleza, todo pasa rápido, todo vale alguna moneda, todo se consume y a mí me cuesta desplazarme sin miedos en estas zonas siniestras.
Me escuché decir, tuve -por suerte- una infancia y adolescencia sin televisión, lo que aumentó mis horas disponibles de potrero, de fulbito, de gomera, de noviazgos en la plaza después de la escuela, de lecturas prolongadas, y de escuchar discos o la radio por las noches. Todo sin tocar asfalto ni empedrado. Con todo cerca de la mesa del comedor de mi casa, a la hora que mí vieja servía la cena.
No sé porqué cuento esto.
|