Cuando su hijo cerraba la puerta, lanzó un beso a su madre chasqueando la lengua. Ella entrecerró los ojos y creyó ver a su esposo que se fue de viaje hace dieciocho años. Aún lo recuerda con la ceja levantada y aquella sonrisa coqueta con la cual se despidió.
Lo recuerda como una buena persona, amoroso, sin embargo, eran notorias sus ausencias. A veces lo sueña. Ella piensa que lo mataron, tal vez para robarle, tal vez.
Hace dieciocho años él entrecerró la puerta, había ordenado ropa para una semana, pero al ir bajando la escalera, se preguntó: “¿Qué tanto me amará mi mujer? Sería bueno saberlo”’ y en vez de irse a la estación, se dio a buscar un cuarto de renta. Lo encontró y se quedó allí. Vivía cerca de su casa y podría decirse que era un vecino más.
No salió durante semanas. Su barba creció. Compró ropa holgada de colores oscuros y un sombrero que abarcaba toda la testa. Meses después vigilaba el edificio donde vivía su familia. Éste era un gran condominio donde los edificios parecían haber sido calcados.
Seguía a su esposa cuando iba a comprar a la comisaría. Oculto en espacios estratégicos, observaba su mirada sin brillo y el rostro adelgazado. Pasó el tiempo, la mujer siempre sola y con una rectitud ejemplar. Cierta vez coincidieron en algún puesto del mercado y pudo escuchar alguna conversación con la verdulera. Su voz era clara, suave, y caía como si nada más hablara para sí misma. Recordaba su tono. Recién se habían casado y aunque suave, comunicaba una alegría que podía sentirse porque le hacía cosquilla en el lóbulo de la oreja.
Muchos años pasaron. Casi para cumplir los veinte de haberse marchado, se dio cuenta de que su mujer era íntegra; ahora estaba seguro de que no lo reconocería e intentaría enamorarla.
Se hizo coincidir con ella, logró sacarle algunos monosílabos y hasta pudo entablar una charla en la soledad de un parque donde sin rodeos, le habló como la primera vez. Ella sintió que una aguja se le clavaba en el corazón, y sus ojos tristes volvieron a prenderse como un cerillo. Ella se llenó de una fina lluvia y en un instante pensó que había algo mágico en aquel hombre; y al verlo con los labios entreabiertos, lo tomó de la mejilla y lo besó como lo haría una muchacha de veinte años. Reconoció los labios del hombre que se ausentó y dio gracias a Dios por habérselo regresado. Él se retiró ofuscado, perdiéndose en los vericuetos de la gran ciudad y nunca más volvió a verla.
|