La lluvia cae matizando los colores del paisaje. Agosto se deshoja. Un perfume a tierra mojada penetra lascivamente mis fosas nasales. Los cristales pierden su transparencia dejando entrever un exterior que se difuma con el tiempo.
El asfalto se enamora del mundo tatuando su retrato en los charcos. Destellos más brillantes que los emitidos por el diamante de mayor pureza, se adivinan tras la gota más diminuta con la que el cielo bautiza al mundo.
La gota más pequeña de todas atrae mi atención como una luz fascina a un insecto curioso.
Contemplo absorta como en su interior se va conformando un cuadro surrealista en el que una es recogida del suelo por una muchacha con un vestido rojo carmesí. La muchacha me mira sonriendo desde el jardín de su casa en un barrio solitario de una aldea remota. Esa aldea remota se desdibuja en el contorno de una región verde agua que se pierde en un país amarillo dentro de una esfera azul. La esfera azul se mece en una constelación de caricias en la que un ángel harto de los caprichos de un Dios con resaca, se deja caer en picado hacia la tierra dejando atrás un silencio sepulcral ahora poblado con su risa.
Esa gota minúscula refleja a otra gota que a su vez alberga otros mundos fantásticos y que a su vez refleja a otra gota, y a otra, y a otra… y así sucesivamente hasta contener en su interior millones de universos perfectos.
Esa pequeña gota va tallando mi corazón a golpes de reflejo.
Esa pequeña gota… inmensa.