Todo el mundo se veía igual. Toda la vida se veía igual. Caminaba por aquellas estrechas calles, mientras fumaba un cigarro. Era momento de hablar con mi maestro. Si, ese guía que me permitía sobrellevar la vida. Aquel ser que la podía ver de una manera que yo quisiera hacerlo, un sabio con un don de la clarividencia. Esta larga caminata que parecía interminable, liberaba toda mi ansiedad con una serie de preguntas, a las cuales generalmente mi maestro tenía como respuesta con un simple vocablo : confianza.

Nunca me había sentido realmente seguro de mi mismo. En el fondo me sentía un ser minúsculo y incapaz de tener un significado e importancia en este mundo. Pero mi maestro siempre me daba la esperanza de un mundo mejor, de una armonía que yo parecía desconocer.

Las calles se hacían cada vez más estrechas. Y ya no había rastro de los niños jugando en las aceras, tampoco se veían los restaurantes atestados de comensales sonrientes. A medida que avanzaba sentía que la única compañía que me quedaba era mi maestro.

El ambiente era cada vez más gris y tenebroso pero eso no impedía que siguiera avanzando. No era capaz de detenerme, tenía miedo.

Por un momento envidié, al maestro. Yo quería, él podía.

Al mirar hacia un lado observe a lo lejos la mirada cabizbaja de un personaje que creí reconocer por unos instantes, pero finalmente se convirtió en un irrelevante sujeto más.

Camine unos metros más.
Maestro, qué debo hacer? - le pregunté.

No hubo respuesta.
Al girarme, no había nadie.
El pánico se apoderó de mí, noté por primera vez que ya no contaba con la presencia del maestro.

Apenas si el camino se podía ver.

Comprendí que en este camino de vida había dejado todo y a todos atrás . La claridad volvió por un segundo con una luz enceguecedora que me hizo ver que tenía el arma en la sien.

En ese instante por única vez entendí que yo podía ser el maestro; no el querer, sino el poder.

Así que esta vez no me quede sufriendo mientras esperaba,

Confié
y disparé.