Había llegado la noche y ella estaba preparada para morir de nuevo... porque ella moría a diario... pero retoñaba de sus cenizas, en cada amanecer... Cada muerte era diferente a la anterior y, probablemente, sería diferente a la siguiente.
Levantó su mirada desafiante hacia el cielo, dispuesta a terminar con su vida por una noche más, en medio de la lluvia y el frío, en medio de la indiferencia de los demás... Tomó un último aliento y mientras cerraba los ojos, se repetía a sí misma que el día siguiente no podría ser peor al que estaba a punto de terminar. De repente se dejó caer. La mitad de su cuerpo estaba sobre el pasto húmedo y la otra mitad sobre el pavimento. Ninguna explicación lógica. Sencillamente había muerto. Quienes pasaban cerca a ella, esos extraños entes que dicen llamarse seres humanos, hacían caso omiso de su cuerpo, de la lluvia que recorría su piel y de la sangre que formaba figuras raras antes de caer mezclada con barro en alguna alcantarilla cercana.
Sin embargo, el hecho que el cuerpo muera, no implica que el alma también lo haga. Así, que, cuando el sol empezaba a mostrarse en esa línea imaginaria que llamamos horizonte, ella renacía… en el mismo cuerpo, quizás en otro, eso no tenía importancia, pero volvía a vivir. Despertaba dispuesta a continuar su vida, una vida que era antigua y nueva al mismo tiempo, una vida fría y caliente, triste y alegre. Una vida diferente, porque ella era diferente, porque su alma era diferente.
Era una mujer, que en el fondo sabía, que su corazón tenía alas y su mente tenía sueños; eso significaba que nunca moriría, por más que quisiera, por más que le correspondiera,... ella nunca moriría de verdad. Y conociendo eso, estuvo dispuesta a vivir cada día, a agonizar cada atardecer y a morir cada noche... eternamente... |