Mahler decidió tomar vacaciones cerca del mar. Profesor y escritor, siempre se empeñó en buscar la excelencia en lo que hacía, Su objetivo era encontrar lo sublime de la obra de arte. Lo bello era algo perceptible a los sentidos, en cambio, lo sublime -decía Kant- trascendía el nivel de lo meramente sensible. Amante de la perfección buscó la ciudad y el hotel que más se acercaran al canon para descansar. Y, aunque era difícil que lo hiciera por su espíritu inquieto, esta vez sucedió algo que transformó su comportamiento. Apenas instalado, sacó su mejor traje de la maleta y –después de un vigoroso baño-, se vistió. Su aspecto elegante, con cierto aire de timidez, se ocultaba tras una apariencia distante. Rodeado de gente, su rostro daba la sensación de estar atento a algo que sólo él percibía. En el aristocrático comedor, se le acercó el camarero y lo ubicó en la mesa que le habían destinado. Apenas se sentó vio pasar un grupo de jovencitos muy bien vestidos. El aspecto de uno de ellos lo paralizó y ya no pudo quitar sus ojos de él. Buscó su mirada, la encontró. Ese rostro lo mareaba, era embriagador como una bebida. Y no sólo su rostro sino su cuerpo, sus nalgas, el ritmo de su andar, la forma en que reía. Su corazón empezó a latir desordenadamente pues el joven lo miraba a hurtadillas. Esa especie de complicidad le dio la certeza de que algo se había establecido entre ambos. Ya no dudó. había encontrado lo sublime, aquello que se manifestaba sensiblemente pero lo transportaba al infinito. Un sentimiento que no se podía apresar en conceptos.
Al día siguiente, lo echaron de menos en el comedor. Al llamar a la puerta de su cuarto, nadie respondió. Abrieron con la llave del hotel. Estaba tendido en el suelo, desnudo, muerto. Alguien mencionó la hipoxifilia, también conocida como la asfixia erótica. Resultó difícil explicar a los que preguntaron por él porqué no lo verían más en el comedor.