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II
(Fuerte del Carmen de Patagones)

Atracado en una sola maniobra, arriada las velas y atadas amarras los dos hombres descargan la cosecha de cazones hasta un carro que tira una mula. Del carro se desprende el intenso olor de la pesca. Los hocicos largos, puntiagudos y las bocas abiertas con sus dientes pequeños, afilados, los escualos le lastiman los dedos al acarrearlos, cuando arrastra el cuero áspero de los peces por la madera del muelle.

El que manda sin hablarle acomoda las líneas y los cabos que se mezclan en la cubierta. Baldean con agua del río la mugre de la jornada. La sangre seca, los restos del mar.

- ¡Pasá a buscar bacalao, por el saladero! - Dice el Patrón.

El muchacho se va diciendo que sí con la cabeza.
No tiene donde ir, pero encara la calle en subida que llega a la plaza de la iglesia y al fuerte con paso decidido, como si tuviera un destino cierto.

Vaga entre el rancherío. Luego donde termina el poblado, ya en las quintas, se llena los bolsillos de manzanas y busca en silencio un lugar solitario, sin perros que ladren y sin gente.
Se tira a dormir bajo unos sauces en los restos aun en pie de un rancho de adobes derrumbado.

Una tapera, que ahora es refugio de gatos famélicos y el lugar emana el olor a orina de esos animales sin dueño que desconfiados huyen.
La vida está jugosa en las manzanas, hasta que cierra los párpados buscando descanso. Y lo encuentra en el sueño.

Y en el sueño flotan las imágenes, flota la angustia y en la cabeza vagan los perros cimarrones, de tantos no los puede contar. Una bestia de cien patas, de infinitos dientes.
Los ojos como diablos.
Rompen las penumbras de la casa, enjambre de perros babeantes. Hambrientos. Revuelven entre las ropas buscando.
Buscan olores. Negros como la noche.
Despedazan la carne colgada, oreándose. Aprietan las mandíbulas y crujen los huesos.
Se muerden desafiantes entre ellos, y mascan sin perder de vista la amenaza. Rompen las ropas y las cortinas, desgarran las telas. Las hacen trapo. Caen botellas. Cacharros. Estallan y dibujan el piso del rancho con el vino.
Ve una mujer que trata de salir.
La ve de espaldas y los perros que la atacan.
La desnudan.
Ve los ojos cerrados por el miedo a la jauría. A los dientes. Al gruñido. Al aliento criminal en la cara. Al calor de la mordida. Al sentir los dientes que se aprietan en la carne.
El vestido es trizas y es rojo de sangre y babas. Los aullidos y ella inmóvil. Los colmillos húmedos que la buscan, que la atraviesan. Ahí ve las dentelladas en el tiento trenzado del mango del cuchillo, el cuchillo que la mano suelta.
La mano muerta.
Y el miedo es como una nube, como humo que se aprisiona contra el techo, una nube oscura que crece invadiendo de sombras los rincones del rancho.

Y el humo de miedo por fin encuentra las ventanas y sale, también se va por la puerta que queda abierta, y el humo es del mismo color de la noche.
El miedo se va. Y vuelve el silencio.
Y correr.

Correr toda la extensión de esa noche.
Correr entre el miedo que es la noche, buscando los ojos rojos de la jauría entre los montes. Y ver a su madre muerta, que flota en la cocina, sobre los perros apiñados disputándose sus pedazos.
Y la noche que aletea sobre él, es un pájaro oscuro.
Gigante, que acecha.
Correr hasta esa playa infinita de arena y de frío. Y sentarse a que el sol de la mañana lo caliente.
Abrazando las rodillas contra el pecho.
Mirando el mar, que es la nada. Que es un ruido gris de olas que rompen en la costa. Solo eso.
Y el sueño que termina, cuando la imagen de una embarcación es apenas una mentira que sale y entra en el horizonte.


Así, como alguien que aparece corriendo entre las jarillas. Abriéndose paso con las manos, en un chasqueo de dedos, el viento norte se enciende. Cargado del calor de cruzar el desierto como un fuego invisible, de volar sobre el antiguo País del Diablo y el Entre Ríos del Sur, sobre rastrilladas pampas.
Aparece quemando el aire. Ahoga a quien lo enfrenta y obliga a no mirarlo de frente. Implacable acarrea torbellinos de arena en su camino de enredarse y bailar entre chañares.
Carga polvo y arena, que lastiman la piel, que pica. El final del día entonces se parece a un mar embravecido. Quemándose, insoportable.

El muchacho decide caminar por la costa río arriba, así evita el viento.
Sube a una lomada donde en la cima el ventarrón lo ataca con tanta violencia que tiene que agacharse. Desde ese lugar puede ver donde el Curruleuvú se divide en dos brazos flotando hacia el mar, dejando una isla poblada también de sauces en el medio.

Desde la parte más alta de la loma. En cuclillas desafía la fuerza del viento y mira en la distancia el horizonte inhóspito del Sur. Interminable.
Es una línea oscura que tiembla. Que se le escapa de los ojos. Y mira la arena que entregada al viento viaja hacia el Sur, hacia la nada. Invitándolo.

Y en remolinos, convertida en espíritus que danzan, que juegan a irse, que lo llaman a volar, avanza. Se desplaza veloz, sobre el desierto.
Territorio solo del indio.

Texto agregado el 09-11-2018, y leído por 100 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
10-11-2018 muy bien pintada las imágenes yosoyasi
10-11-2018 Qué imágenes! excelente tu relato y se me erizó la piel. Felicitaciones. Magda gmmagdalena
09-11-2018 Aquel aroma a mar y pescados frescos traspasan tu pluma; muy bien me gustó la temática. Saludos desde Iquique Chile. vejete_rockero-48
 
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