Cuando conocí al arquitecto Juan Guillermo él ya había corrido cuatro maratones internacionales, Boston, Los Ángeles, Chicago y Ciudad de México, con un tiempo promedio de 3 horas 55 minutos, excelente tiempo para una persona de 48 años.
El ejercicio continuo ha hecho de él una persona de complexión delgada, de peso justo acorde a un hombre habituado al ejercicio, de cabello castaño, con mirada profunda y fijada en la ruta que ha de transitar cuando está en esa desgastante competencia.
Entrenaba a diario por las mañanas antes de llegar a atender los asuntos de su Constructora J.G. Sociedad Anónima, su segundo amor, solía decirme muy a menudo.
Pero lo que más le gustaba, era realizar sus entrenamientos por valles montañosos, brechas, senderos y en ocasiones caminos interminables que llegaban a pueblos rurales que sólo lo veían pasar, decía que en ocasiones, alguno que otro perro salía de su letargo y empezaba a ladrarle, alertando con ello a los pobladores del lugar.
En amena plática cierta tarde lluviosa de septiembre, en su amplia y moderna oficina cristalina, comentó que cuando ganó una obra de pavimentación en un poblado de Chihuahua, solía por las mañanas salir a trotar entre pinos y oyameles de la sierra, arboles de castilla y los laberintos de los grandes barrancos del lugar. Agrega que en cierta ocasión a su paso por un poblado, dos rarámuris (tribu indígena de la región) al verlo pasar, sin decir palabra alguna, lo acompañaron a lo largo de su trayecto, - ellos hablaban en su lengua indígena y trataban de decirle algo, en ocasiones me miraban y sonreían-, añade que al concluir su entrenamiento se detuvo a la entrada de un pueblito y ellos hicieron lo mismo, dijeron un par de palabras en su dialecto, al mismo tiempo que inclinaban su cuerpo como señal de reverencia, el arquitecto dice que hizo la misma inclinación, les resultó chusco a los rarámuris que él hiciera lo mismo, sonrieron y continuaron su recorrido.
Sin profundizar en los detalles me confesó que en este lugar conoció a una muchacha con rasgos indígenas que lo cautivo, aprendió de ella estar en silencio juntos sin decir palabra alguna, solían muy a menudo admirar el inmenso Valle de la Sierra Tarahumara, desde lo más alto de una montaña mirando hacia el infinito.
Después de algún tiempo de conocerse, en cierta ocasión –agregó-, ella me llevó a un paraje que nunca había transitado, era hermoso, muy diferente, y contrastaba con el paisaje habitual semidesértico, subimos el punto más alto, el aire pegaba cada vez más fuerte en nuestros rostros, cuando llegamos a lo más alto de la montaña, ella sin voltear a mirarme me confesó:
“Mi madre asegura que sientes algo por mí, y que me dirás que me vaya contigo a la ciudad… por favor, no me lo propongas, esta es mi vida, jamás dejaría a mi familia, constituye todo para mí, y en especial este lugar en que hoy decidí que conocieras, donde acostumbro venir a meditar y me siento protegida y más cerca de dios, puedes regresar a verme cuando así lo desees, también me gusta tú compañía, aquí en este valle siempre me encontrarás, esta es mi querida tierra”.
El ingeniero me confesó que en ese momento, el aire dejó de sentirse menos fuerte, casi deteniéndose, los últimos rayos de sol mostraron un atardecer de vivos colores rojizos y anaranjados, agregando ella: “lo vez, esa es una señal de que Él me ha escuchado”.
Concluyo, el ingeniero sigue viviendo en Chihuahua, cada vez regresa menos a su constructora matriz, ahora ya no corre sólo los maratones, lo acompaña en esa travesía su hermosa muchacha de rasgos indígenas.
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