El lamento
Cuando me nombraron en el cargo de maestra de grado – como personal único– en esa escuelita perdida en aquel paraje rural de Juan de Garay, Departamento de Pichi Mahuída, casi no lo dudé. Era una posibilidad de trabajar, después de haber quedado sin cargo por un problema de cierre de sección de grado en la escuela donde venía desempeñándome ese año.
Nunca creí que sería tan poca cosa ese paraje. Mientras papá me ayudaba a descargar mis bártulos yo me puse a observar los alrededores. La escuela se recortaba como un espectro en la soledad del monte que la rodeaba. Hacia el oeste languidecía una antigua edificación semiderrumbada, que conservaba algunas paredes en pie, y por cuyas ventanas se filtraba un poco de luz.
¡Quién sabe qué fantasmas habitarán entre esos muros! –pensé. Pero no dije nada; no quería inquietar a papá.
Por suerte se acercaron el jefe de la estación de ferrocarril y su esposa, que vivían a orillas de las vías, a unos doscientos metros, o tal vez algo menos. El señor Lafitte, de rígido sombrero negro, resultó ser un hombre callado y de mirada huidiza que no me inspiraba gran confianza. Ella, la señora Diva, era todo lo contrario; tan atenta que me hizo recuperar un poco la calma. Más adelante llegamos a ser amigas, y fui su paño de lágrimas por la depresión en la que ella vivía, en esas soledades y descontando lo poco que la acompañaba su esposo, encerrado en una parquedad inalterable.
Diva me puso al tanto del movimiento del lugar. A unos cien metros, un almacén de campo, atendido por un matrimonio de ancianos –los Aldecoa– que me recibieron con todos los honores. Aproveché a comprar unas velas ya que iba a necesitarlas para la noche. Papá prometió arreglarme el Petromax para el próximo fin de semana, pero esa noche la luz iba a ser escasa.
Un poco más lejos se adivinaba, perdida entre el monte, la casa del Chato, un hombre que estaba desmontando leña de piquillín para alimentar las salamandras.
Y eso no era todo. Por detrás de la pared de la escuela que daba a la sala que iba a ser mi dormitorio, se erguía el cementerio. –Con pocas tumbas, eso sí– me consolaba Diva, que había notado mi preocupación. –Además son muertos de muchos años atrás… Hace mucho que no muere nadie aquí, por suerte– Diva tenía dos chicos en edad escolar y por nada del mundo quería que yo me echara atrás. Nadie había querido, ese año, aceptar el cargo.
Esa tarde me dediqué a armar mi pieza y cocina, con las pocas cosas que había llevado. Por suerte había comprado un rollo de hule verde y así pude improvisar unas cortinas para mi nueva vivienda. Mañana vendrían los chicos de los campos vecinos y quería dejar todo listo.
–¿Qué le pasa? ¿Se siente mal?– Diva observaba mi rostro preocupada.
Me pasó otro tanto. El rostro de Diva se había transfigurado, y tenía la tonalidad de una persona enferma.
Cuando salimos afuera todo volvió a la normalidad. ¿Qué había pasado? La luz del sol proyectaba sobre nosotras una luz mortecina a través de la cortinita verde, haciéndonos parecer lagartos humanizados.
Enseguida nos sentimos aliviadas y Diva se fue a su casa porque ya se había hecho tarde.
Yo me quedé contemplando la puesta del sol, que iba desapareciendo entre nubes rojizas, violetas y anaranjadas. El edificio semiderrumbado parecía en llamas, y como fondo, el monte… y el cementerio.
Me acosté temprano. De repente un sonido lejano y prolongado me tensionó. Era como un silbido que se acercaba cada vez más, aturdiéndome. Antes de que el estruendo se hiciera casi insostenible, yo ya había caído en la cuenta de que era la bocina del tren que hacía su recorrido habitual, parando en la estación y haciendo tal alharaca de sonidos que ensordecían al más prevenido.
Cuando pasó el tren por las vías vecinas, ubicadas a escasísimos metros de la escuela donde yo trataba de dormir, creí que estaba pasando por encima mío, amenazándome con su estruendoso lamento.
Y luego el viento. El descampado donde estaba ubicada la escuela era el lugar ideal para las jugarretas de ese furioso ventarrón que arremetía contra mi frágil vivienda. Seguramente ya había atravesado el cementerio trayendo polvo de muertos que entrarían por la ventana de mi pieza. Yo ni respiraba.
De repente ese ruido. No podría describirlo: era como un lamento constante que, a mi parecer, ya estaba dentro de la escuela. Un sudor frío recorrió mi cuerpo erizándome la piel desde los pies hasta la cabeza.
El ruido siguió por un buen rato hasta que yo, sola con mi miedo, decidí juntar coraje y enfrentar la situación. Dicen que a las almas en pena hay que prenderles una vela; pues yo prendería la que me vendió esa tarde el matrimonio Aldecoa.
Cuando la lumbre iluminó la habitación pude ver que todo estaba en orden, salvo la cortinita verde, que impulsada por el viento, emitía un lamento que parecía venir de ultratumba.
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