Al mirar la tarde comprendí que no llegaría a la parada de autobús con la luz del día. El último paciente que visitaría vivía en el extremo opuesto. Estudiaba medicina y alguien me dijo: "vaya a Chacotla", por allá las reumas se dan como si las sembraran y le queda como a hora y media de la ciudad de México.
Chacotla podría haber estado cerca del mar; tiene tanto polvo apelmazado que daba la sensación de ir pisando la arena. La gente limita sus solares con plantas de nopal y de ese modo protegen sus bienes y aprovechan la dulzura de la tuna.
Al caminar por las calles parece que solo habita el silencio. Sus casas son de adobe con muros gruesos, ventanas pequeñas y una puerta. El frío, el polvo y su quehacer atan a los chocotlenses a ser serios y reservados.
Hay días en que el viento solo mueve los pirules y veo en la lejanía los volcanes coronados de nieve y al sol dorando las paredes de las casas; pero en un tris, el viento se agita y llega la tolvanera transformando la claridad en un manto gris. Así que la gente se encierra y en quietud trabajan.
A la hora de dormir, las gallinas buscan el acomodo para guarecerse del frío, de la zarigüeya y de la noche. Los mayores se quedan platicando y al rato, solo se escucha el ulular del viento y el ladrido de los perros.
Me agarró la noche. Para llegar rápido al entronque y a la carretera, tengo que cruzar el cementerio. Es un camino en diagonal que se reconoce aún en noches oscuras por la luz de las veladoras. No es que sea temeroso, pero el dinero adquirido servirá para que mi esposa embarazada compre víveres para una semana más. No le tengo miedo a los muertos, pero sí a los vivos.
Mis ojos no se despegan del camino y mis oídos van en alerta. En el centro del panteón percibo pequeños pasos que suenan detrás de los míos; venciendo mi temor doy la vuelta: hay una cortina oscura y el resplandor lejano de una veladora. Seguí caminando con prisa y la levedad de las pisadas también. Me paro y no las escucho. Apresuré más el paso. Mi corazón se rompe en el pecho, un frío recorre los vellos de los brazos, de la espalda y siento cómo rueda el sudor por mi cuello. A lo lejos se mira el farol solitario, donde tengo que esperar el autobús. Cuando comprendí que el reflejo era lo suficientemente intenso para distinguir, me di la vuelta y no vi nada; pero al bajar la mirada, me tranquilicé, había un perro de lunares negros que movía con indecisión la cola. Me reí de mi temor y de mi estupidez; después, sin saber porqué, me seguía riendo.
Recargada en el poste, una señora de chal negro me miró de reojo.
—Buenas noches —le dije.
—Buenas sean para usted.
— ¿No ha pasado el autobús?
—Creo que no. Ya tengo rato y no llega. Oiga…
—Sí
— ¿A poco se vino por el cementerio?
—Sí, ¿usted cree?
— ¿No tuvo miedo?
—Un poquito
Se quedó en silencio, como pensando y como si disparara me preguntó:
— ¿No le salió un perro?
Le iba a contestar, pero llegó el camión. Abordamos. La señora se acomodó cerca de la puerta. Intrigado por lo del perro, me acerqué y pregunté. Insistió en saber si me había encontrado un perro corriente y con manchas negras. Le dije que sí.
Se levantó de su asiento. Pidió que la dejaran en la siguiente parada, y sin preguntarle, se acercó al oído y me dijo: es que el perro anda en pena.
—Entonces ¿mataron al dueño del perro?
—No. El dueño salvó su vida y se fue. A quien mataron fue al perro. Bueno, eso dicen, creo que busca a su amo.
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