A 30 de agosto de 2018, se contaban 935.593 venezolanos en territorio colombiano. Cuando leí la cifra en el informe de Migración Colombia me tomé la libertad de realizar un pequeño experimento: le pregunté a un puñado de buenos amigos colombianos, todos bien informados, todos alejados de posiciones radicales anti-inmigración, cuántos venezolanos pensaban que había en el país. Las cifras que me dieron variaron de 1.5 a 5 millones. No es imposible que el valor oficial esté infraestimando el real, pero en tanto que también contempla a los llegados de manera irregular, parece poco probable que así sea.
Por regla general, los nacionales de la mayoría de países suele sobrestimar la cantidad de foráneos que hay en sus fronteras. Más aún cuando se trata de un tema candente, que ocupa portadas en medios y conversaciones en hogares por igual. Pero aquí, además, concurren dos factores que hacen la sobrestimación todavía más probable. Ambos tienen que ver con su relativamente escasa experiencia con grandes flujos migratorios de entrada.
Colombia lleva años, décadas, con un saldo migratorio negativo. Es éste un país de emigrantes, más que de inmigrantes. Toda la infraestructura logística, política e institucional del país está lógicamente diseñada acorde con este hecho. El éxodo venezolano es algo inédito: a diferencia de otros Estados de envergadura similar o superior en la región (Argentina, Chile, México, la propia Venezuela antes de la actual crisis), para Colombia el ser un destino es algo nuevo. Como lo fue para España la década pasada, de hecho, cuando pasó a recibir más personas de las que enviaba al extranjero por primera vez en mucho tiempo. En este caso, además, la inmediatez del movimiento y la urgencia de quien lo emprende, con caminatas de días enteros a través de la frontera andina, tensiona mucho más las estructuras existentes. Las fronteras se deben adaptar, Migración Colombia se debe adaptar, y las redes de seguridad proporcionadas por el Estado también deben hacer lo propio. Ni siquiera es una cuestión de invertir más, sino de priorizar el esfuerzo actual para ofrecer una pasarela segura a quien huye de un país en una situación insostenible. Sin duda ya existe un trabajo en este sentido, pero aún queda mucho por hacer. Mientras no haya mecanismos de recepción adecuada, siempre parecerá que hay más venezolanos en territorio colombiano de los que realmente llegan.
Esta misma tensión inicial se traslada a la dimensión social. Tenemos un nutrido número de estudios de sociología y psicología social que demuestran que, en un entorno homogéneo, cualquier cambio así sea de pequeña magnitud es amplificado por el contraste con el pasado. A pesar de que, según estudios realizados por economistas y criminólogos, la migración tiene normalmente efectos positivos para el agregado de la economía de un país, raras veces afecta negativamente al salario de los nativos (aunque cuando lo hace suele penalizar a los que tienen rentas más bajas), y no hay evidencia sólida de que incremente los niveles de criminalidad del país receptor. Pero nada de eso es suficiente para borrar por completo la imagen de amenaza en la mente de los anfitriones. Menos aún, cuando se trata de un fenómeno novedoso, comparado con un pasado más de salida que de entrada, y mezclado con una percepción (real) de escasez en amplios segmentos de la población nativa.
El reto es, por tanto, de primera magnitud. Para la población colombiana tanto como para sus instituciones. Pero, afortunadamente, no están solos a la hora de enfrentarlo. Porque las mismas conversaciones, las mismas tensiones y cifras si no iguales, sí significativas, se observan en Perú, Brasil, Chile y otros países de la región.
La paradoja de Latinoamérica es que, pese a compartir una historia, una lengua y una cultura quizás más apretada entre naciones que la que pone en común a los europeos, el nivel de integración logrado en la toma de decisiones ante desafíos comunes es mucho menor. No es por falta de intentos, sin duda. Tampoco por ausencia de incentivos externos: para esta región, como para cualquier otra, los problemas son cada vez más globales y requieren soluciones coordinadas. Las disfuncionalidades institucionales han jugado su papel, sin duda, pero tal vez la mayor línea divisoria entre los países latinoamericanos sea la ideológica. Mientras sus contrapartes europeas llevan desde el final de la Segunda Guerra Mundial (y desde la caída del Muro de Berlín después) convergiendo en un espacio ideológico que se identifica con la democracia pluralista y que sólo ha sido puesto en cuestión en los últimos años, los gobiernos latinoamericanos han mantenido profundas diferencias que probablemente están ligadas a condiciones estructurales (particularmente con la desigualdad en renta, riqueza, territorio y acceso a servicios) aún sin resolver.
Hoy, una situación como la venezolana, que trasciende la política del día a día para convertirse en una crisis humanitaria, no sucede en el vacío. Sino que tiene lugar en ese mismo contexto de desigualdad estructural, divergencias ideológicas y ausencia de vías sólidas para la coordinación internacional. Pero como cualquier desafío crucial, también ofrece una oportunidad. Una que Colombia, país, sociedad, Estado y Gobierno, podría tomar en sus manos para convencer a propios y extraños que la ciudadanía venezolana que abandona su hogar merece, cuanto menos, una respuesta más sólida que la que ahora mismo recibe cuando se planta en la frontera con su vida metida en un par de mochilas. |