Las arenas que azulean, la espiral de una humareda, los amantes que se encuentran. La noche. (de "El Jardín de las Caricias").


-¿Qué haremos, amado mío. cuando nos falten las palabras?- había preguntado con un hilo de voz la princesa Bathna al oficial Omar, de la guardia real. Habían comenzado mirándose entre si, como lo hacen dos flores que se han abierto al mismo tiempo en un mismo gajo. Luego habían sonreído, con la levedad del vuelo de las abejas en una tarde quieta de verano. En pocas oportunidades habían cruzado palabras, las justas, las necesarias, las que hablan del deseo que hierve en el pecho con su sonido entrecortado.

- Nos iremos de aquí, oh mi esplendoroso clavel. Buscaremos otra vida fuera de la cárcel de las conveniencias de los poderosos, hermoso sueño mío, y dejaremos de morir...-había respondido Omar.

La decisión real del inminente casamiento de la princesa con un príncipe que aseguraría paz y prosperidad al reino, acelero la resolución. Partirían esa misma noche, luego del cambio de la guardia, amparados por la luna nueva.

En dos días llegaron a un oasis y se amaron bajo las palmeras con besos y caricias dulces como los dátiles, casi tan abundantes como la arena del desierto que todo lo rodeaba. La frescura del agua aplacaba una sed que parecía no tener fin.

El rey envió por ellos un grupo selecto de su escolta , con órdenes implacables e inapelables. Cubiertos por negras túnicas y envueltos en la oscuridad, los jinetes irrumpieron bruscamente en el sueño de los amantes. Tomaron a la princesa y en un santiamén la montaron a horcajadas al corcel que el rey dispusiera para su regreso. Omar, reducido por demasiados brazos, fue puesto de rodillas al borde del oasis. Entonces, el jefe desenvainó el alfanje, emitió un bramido feroz y le segó con un golpe limpio la cabeza.

El chorro escarlata se elevó, impulsado por un corazón henchido de gozo y de rabia, y cayó sobre el agua, tiñendo de grana su superficie. Al ver la mutilación de su amante, la princesa lanzó un grito desgarrador, que se pudo escuchar desde los cuatro confines del desierto. Los guardias, espantados, se volvieron, para ver con espanto que quien montaba el caballo real era Omar, y ella quien yacía decapitada al borde del agua.

Se miraron consternados. ¿Cómo hemos podido equivocarnos? ¿Cómo volver ahora a palacio? Aterrorizados, huyeron cada cual por su lado como aventados por el aliento del desierto.

La princesa desmontó. Tomó entre sus manos la cabeza del amado y la besó con pasión furiosa, mientras emitía un canto invocando a las fuerzas que trocaran la visión de sus captores . Cuando sus caricias fueron correspondidas, unió el cuello al hermoso torso que parecía reclamarlo con fuerza irresistible. Arrastró luego el cuerpo de Omar y lo hundió en el agua, hasta que ésta recuperó la transparencia.

Mas tarde, la pareja de amantes se alejaba, las manos unidas entre las cabalgaduras. El viento y la arena, cómplices definitivos, borraban sus huellas ni bien se formaban.


Cuentan que ese oasis es uno de los preferidos por los grupos de peregrinos o los solitarios andariegos. Beber de él despierta deseos dormidos, y permite escuchar durante la noche suaves murmullos, quejidos apagados, gemidos entrecortados y prolongados suspiros. La dulzura exquisita de los dátiles completa la escena, en una parada de placer y descanso, profundo, completo.