Cuando yo fui chica usaba anteojos. Era muy miope. Recuerdo que mi madre siempre quería que no me los pusiera, porque me afeaban. Cuando llegue a la edad de discernir y de constituirme como sujeto pensante, elabore toda clase de teorías al respecto. Que mi madre lo único que quería era que me casara, y que el uso de anteojos afeaba mi rostro, por consiguiente yo los usaba mas a menudo, para no lograr que mi mama obtuviera su deseo tan prístino.
¿Que tendrá que ver el uso de anteojos con el casamiento? Allá ella con sus locas teorías.
Hubo un tiempo que no los use. Así me fue. La película de Fellini no la pude disfrutar en lo más mínimo, porque lo único que veía fue monjas en bicicleta. Mi acompañante de esa época, tenía moto, y me llevaba por las calles raudamente. Eso mi madre nol o sabia.
Íbamos al cine, y yo intimamente quería seducirlo, pero no para casarme ni para tener hijos, sino simplemente para ser codiciada.
Y también fuimos a ver Amarcord. Allí ya me calce los anteojos y disfrute esa maravillosa película. El de la moto desapareció sin dejar rastro de ninguna índole, hasta que apareció el lector,de Edgar Alan Poe. Se seguramente tampoco tenía intenciones de casarse conmigo, pero sí de intimar y penetrar mi vulnerabilidad.
Y así fue. Entre a esa librería de la calle Lavalle, hojee los libros del mostrador, y de repente se oyeron risas lejanas.
Gire la cabeza y ahí estaba el vendedor leyendo uno de Poe. Se me acerco, hablamos de libros por supuesto, mi tema favorito. Y así empezó todo. Por esa época, no había celulares, y las costumbres estaban imbuidas por normas férreas y alejadas del pecado original.
Pero a mí eso no me importo.
Así que él me pidió el teléfono de línea. Y se lo di. No lo anoto.
Y a la medianoche me llamo. Salimos …, caía una fina garua por la ciudad. Las plazas estaban cubiertas de rocío y de gatos nocturnos.
Entramos a un hotel, de las inmediaciones, donde las luces no abundaban.
Ni el mas mínimo confort, ni sabanas limpias, lo que tampoco me importo.
No lo tengo muy claro en mi memoria, pero si en mi piel. El la visito por dentro.
Saco los tabúes a la luz. Se llamaba José Luis.
Nos quedamos toda la noche.
Por la mañana, bien temprano, nos despedimos con un frugal beso en la mejilla. No me invito a desayunar.
Y nos vimos otras veces.
Habíamos mejorado, pero todavía no había aparecido nadie con el que debía desposarme, según los cánones de mi madre. Y si, tenía siempre los anteojos puestos.
|