El arquitecto Tomas Varela se recibió a la edad de veinticinco años.
Su primer diseño de casa, fue la mía y lo catapulto a la fama del pueblo. Todos veían en Construcciones Tomas Varela y asociados, un futuro promisorio.
Vivía con su madre un poco mayor, porque fue un hijo tardío.
Los diseños que dibujaba eran discretamente aprobados, siempre delimitando un poco los espacios, porque su actitud urbanística era para millonarios y excéntricos. Sin rejas, con fuentes de agua danzantes, con ojivas, y con murales de mosaicos traídos de algún lugar lejano.
No era esa mi idea de un hogar confortable, un techo sobre mi cabeza, para habitar tranquila.
Se sucedieron los diferentes planos. Al fin quedo una casita reducida en metros cuadrados, con los placares empotrados lo que agranda el espacio vital, y muy moderna.
Al venir el arquitecto al barrio siempre dirigía su mirada hacia las alturas. Pensaba yo ¿Que estará mirando?
Los pájaros, las calandrias, las palomas. No. Era arrogante y soberbio. Y creía que por haber pasado por la Universidad de arquitectura podía dejar de mirar hacia abajo.
Su trato con los albañiles, esos que hombrean las bolsas de cemento, y llevan los ladrillos de aquí para allá era cordial pero muy distante.
Al mediodía se organizaba una parrillada, o barbacoa para que comieran todos, muchos chorizos, con pan francés, y un buen tetra Brik de tinto.
El no participaba de la comilona. Se retiraba. Iba a su casa, a comer la dilecta comida de su mama que era vegetariana.
Los comentarios que me habían llegado, ya saben cómo es el barrio donde vivo, eran, que ella había sido amante de un cantante que paso por Chivilcoy allá por los años mozos.
Quedo embarazada, ya entrada en años, yendo un lugar recóndito donde no la conociese nadie con su hermano que trabajaba como secretario de una tal Evita.
Las historias son verídicas en la medida que hay sujetos que quieren creerlas y retransmitirlas con un poco de entusiasmo, delirio y arrebato.
Tomas Varela tenia ojos azules y grandes, producto de su glaucoma avanzado. Pero su mirada era encantadora y cautivante.
Además pintaba. Su gran pasión, era pintar oleos un tanto futuristas con criaturas etéreas y arboles raquíticos en tierras arrasadas.
Mi casa todavía sigue en pie, y han pasado los años. Camino hacia el museo de la calle Amenábar y 11 de setiembre en el barrio de Belgrano. Entro y en los muros hay cuadros que me retrotraen a otras décadas. Hay una figura que me llama mucho la atención. Es un bello cuadro, con colores azulados. Me acerco lentamente y descubro azorada que soy yo, mirando por una ventana, hacia un mundo hostil, donde una distopia cruel y decadente parece habitar el planeta tierra.
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