Veintidós de octubre, 8:08 a.m. Me levanto con tres kilos menos, me lo dicen los pantalones de cuero, que me quedan mucho más holgados que anteayer, y lo verifica la báscula de la mente, de farmacia, exacta. No estoy enferma, aunque vomité toda la tarde y hasta media noche.
Fue el tren.
Cruzó por mis arterias tomándolas a su suerte como vías; los vasos sanguíneos, como tablones de madera, qué ingeniero tan ridículo. Así quedó todo, arterias, venas, y amores… trastabillados y agrietados por una cordura loca según tú; por una locura cuerda, según yo. No sé. El caso es que mi sangre era toda tablones astillados.
El tren que me arrolló para salvarme de ti rompió todos mis huesos, en su ajetreo inmenso de vagones repletos de noches equivocadas.
Tres kilos menos. A fin de cuentas, está bien el balance, quedan compensados el haber y el debe a mi entender, para esta época de delgadez imperante.
Tres kilos trasladados a esa cabeza tuya, severamente amante, severamente cabal y por ambas cosas, severamente injusta.
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