Ana Mari , de pequeña, siempre estaba castigada, recuerdo. ¿ Razón? Su falta de aplicación e interés por los estudios, quizá porque le costaba aprender.
Sus padres la mandaron al mejor y más caro colegio de la ciudad vecina para enderezar su trayectoria pero fue en vano.
Me veo con el grupo de amigas a la puerta de su casa llamándola a voces para salir. Por aquel entonces las casas de pueblo no tenían timbre ni existían los móviles:
- No puedo. Estoy castigada estudiando.
Y ese estudio de Ana de las tardes de Navidades, Semana Santa y verano era inútil.
Más tarde los padres, abrumados por el sonoro fracaso de Ana, repetidora incansable de cursos, consintieron que hiciera un primer grado de auxiliar de clínica, merced al cual se ha ganado la vida con dignidad en los hospitales.
Su historia amorosa en los albores de la adolescencia no fue más afortunada.
Se enamoró de un chico muy humilde del pueblo vecino. Su madre, bastante clasista, no paró hasta abortar la relación.
- Ana, que está ahí tu madre- la alertábamos interrumpiendo el morreo . Y es que la mamá la vigilaba asomándose por las ventanas de la discoteca
Y esa primeriza relación sentimental fue la imagen repetida de otras, de forma que Ana se quedó soltera.
Asistió a la boda de todas las amigas y se entregó con celo al cuidado de sus padres y sobrinos, tal una tía Tula contemporánea.
Pero a su modo , moldeada en el fracaso, fue feliz instalada en una vida sencilla.
Esta semana me notificó que le han descubierto un tumor cerebral y yo, que no soy muy creyente,abatida por la triste nueva, rezo para que se cure.
Miro atrás y aún la veo, con carita de niña, asomada a la ventana, participándonos de que no podía bajar a jugar porque estaba castigada.
La veo y me asaltan la ternura, la tristeza y la nostalgia.
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