Cuando un tema no me cabe en la cabeza, es porque casi ha llegado la hora de sacarlo de esa cavidad. Luego, viene encontrar en qué parte de su todo lo ubicaría. Que no necesariamente debe ser al final. Tampoco al inicio y menos, en un lugar intermedio. Y que casi siempre concluyo, en que debe estar diluído en toda la historia.

Después de todo lo anterior, llega el espacio para el título. Que en mi caso es idéntico al tema, pero con la diferencia de que estará en estado sólido en el espacio de cuatro o cinco letras. Poseyendo el control absoluto de la narración. Nada lo puede contradecir ni obstaculizar su poder sintético.

Ahora viene el turno de la primera oración, con sus garras secretas, su melao y su misterioso almidón. Pero con el ineludible compromiso de ser coherente con el devenir narrativo. Para no áuto anularse en un texto mortinato.

Lo siguiente, es el ascenso indetenible de una trama que no debe achicar la impronta del inicio. Incesante en su escalada parturienta, porque en su interior lleva el engendro de la historia. Y debe parirla.

Aquí, llegó el momento de la explosión, el vaciado del trabajo de un equipo que ha batido los componentes, de un todo armónico. De una mezcla, que ya es cuerpo eterno e intangible. Salvo, lo siguiente:

Un monstruo que puede destruir de un tirón todo el tinglado; todo el esfuerzo de piezas ensambladas con sufrimiento y placer. Con entrega y deleite. Con sólo la negación del que es anterior a todo: Mi primer lector.