Él la sacaba de quicio.
Vivía agrediéndola y sabía bien qué le dolía.
Justo a ella, que tanto cuidaba su intimidad, su oscuridad, sus secretos.
Un día él la molestó demasiado, más de lo normal.
Y ella lo abandonó.
El tiempo y la casualidad hicieron que volvieran a encontrarse. Charlaron horas, se rieron, se contaron sus vidas y recordaron viejos tiempos.
Y ella no pudo evitar preguntárselo:
- Decime, ¿por qué me torturabas? ¿Tanto me odiabas?
Él bajó los ojos y totalmente ruborizado, en un tono casi inaudible le susurró:
- No, no, nada que ver... es que me gustabas...