En ese punto del suelo encomiable que signos astrales, climas y borneos etéreos trazaron con sellos inigualables, se respira un ambiente del todo inimitable, con derroche de representaciones insuperables.
¡Qué belleza de admirar en el centro y los alrededores de aquel encantado lugar!
Se podría determinar con incuestionable y cordial certeza, que nada hay de mayor exactitud en la naturaleza, ni de colmado cuidado y corrección en otra parte de toda la misteriosa creación.
Ante mis ojos bisoños de chiquitín ilusionado, se abrió un cielo siempre azul despejado, así como rebosante el perfil de espesura por la deslumbrante y feraz agricultura. Entre los copos de pinos y cipreses, cuando las arboledas se bebían sus vinos a veces, y sus ramas se tambaleaban produciendo ruidos que asustaban, el aire levantaba siluetas de polvo y bruma. Entonces allá entre el norte y el poniente se dibujaba una amplia y lejana loma.
Fija quedó en mi prístina mirada que allá en la lejanía, perenne y cruel, se desarrollaría una guerra acelerada. Esto veía a distancia, en lontananza, sobre el collado atisbado, figuras de soldados con lanza se perseguían sin jamás cansarse ni alcanzarse. Pero todo corría en la fantasía prodigiosa del niño silencioso, pues la estampida contenciosa era un espectro de palmas enfilado sobre las lomas sombrías que adelante se perdía entre las aglomeradas serranías.
Más cerca, en cambio, había pradales románticos con todo el arrobo de los enamorados que el amanecer sorprendía cada día cantando himnos y cánticos inspirados. La muselina que de noche lloraba el rocío, temblaba sorprendida y se acurrucaba en los tallos buscando cobijo del frío. Entonces formaba una nube o mar incorpóreo que suspendía por los aires a las plantas y la tierra que los detenía; y al dejar los ojos quietos, formábanse piélagos de tierras remotas o mares inquietos en la lejanía.
Alrededor de toda la primorosa superficie despierta, se escuchaba frecuente y con sensible embeleso el dulce redoblar alborozado que desprendían los torreones y aretes campaniles en los días de fiesta. Aquel argentado sonido corría veloz esparciendo su voz clara y delicada, y rebasaba varios kilómetros de dilatación, esmaltando en su radio de difusión con armoniosa música encantada. Impregnado quedaba el ambiente de briznas musicales viajantes, hasta los términos de los fecundos campos de maíz, frijol, hortalizas y los exuberantes cañaverales circundantes.
Bien recuerdo que noche a noche, coherentes y sin falta como las parejas de rendidos a la cita, llegaban límpidos y airosos los rebatos de ánimas, lo cual era también señal para buscar el reposo del lecho, la hamaca, la piltra o el petate, escuchando los cuentos del abuelo y dejando tranquilos pasear o vagar en sus recuerdos a los muertos.
Pero, me vienen de aquel pueblo y su llanura a la memoria, los románticos y poéticos atardeceres para hacer historia, con sus lindas puestas de sol sin quemadura que engalanaban gratuitamente todos los días el horizonte con sus vestidos holgados y rebosantes de filigranas acertadas, frente a las cuales parecerían tizos de cavernas, los mujeriles palaciegos y las pasarelas de todas las modas y cacareadas modernas.
Sí, día con día, como en rito sacro, era obligatorio para todos los habitantes del lugar tomar plaza cada cual en su taburete, recargarse en el primer tronco a la mano o en cualquier muralla detenerse, si el tramonto sorprendía en el camino, para desde el arzón o enjaretados en el fuste de la cabalgadura, poder contemplar aquel espectáculo exclusivo rebosante de finura que formaba el ropón y mantillas de nubes expectantes de arrebol, cuando en el horizonte se despedía cotidianamente el sol.
En efecto, el arropado celaje donde se movían fantásticas castálidas flotantes, acudía a la cita todos los atardeceres en aquel valle, constante y dilectante. Día con día vestía renovada, infalible y cuidadosamente su atavío de colores intensos, dejando cabalgar por el empíreo firmamento libres y airosas las pegásides relampagueantes que, radiantes y bañadas apenas en el fontanar de oro vivo y del ambarino celaje, dejaban escurrir algunos flecos burilados con sangre, cual silo de lozanos diamantes y purpúreas lágrimas de crisoprasa y cornalina.
Aquella exhibición regalada de fasto auténtico y de etiqueta probadas, era única en el pueblo aludido y sus riberas encantadas.
No existiendo punto de comparación con la belleza encarnada, podemos decir que de lejos semejaban torzales auríficos de espigas granadas de trigo maduro y rutilante, o mechones de pelo de ángel esplendente frotado con menudas aureolas centelleantes. Tal vez orfeón de ojos claros, azulados y rubiales retratándose en el cielo o en el fondo del océano, bañados de áurico y puro amor, que contemplaban danzando al son de fibras de ternura, coplas de gozo encantador.
Allí, sin saber por qué efectos misteriosos de la naturaleza y sin que nadie haya medido la concentración exacta de los ejes constelados y recónditos, dimanaba abundante el surtidor exuberante de la prístina belleza; se hacinaban calimas encadenadas habituales y puntuales, para tomar parte en el concierto y dejar estampado lo nunca antes visto por ojos mortales, que hacía insuperable las coordenadas de aquel magnífico emplazamiento de rica belleza de surtidos manantiales.
Todo era paz en aquellas tardes celebérrimas cuando el astro rey expiraba y se hundía en aquel sueño inmediato y refulgente, cuyo efecto dejaba ver claro al exhalar luego estrellas risueñas y bellas. Sólo el tenue musitar del viento apenas acompañaba y movía la borrina engalanada con su traje de fiesta, rojo, amarillo, y como fondo celado siempre una irisación índigo-mate; y esto diariamente, cuando el sol acababa de morir y se le caían los rayos desmayados y exhalaban céfiras emanaciones de perfumes aromáticos variados.
De aquellas tardes pletóricas de bellezas mágicas y naturales se adornaba en consecuencia todo el ambiente, y de su gozo creativo participaba toda la gente.
Sin duda que por la incidencia de estos ejes emblemáticos surgieron proficuos talentos espirituales y románticos; escritores de renombre, hornadas de militares con agallas; liberales y conservadores, villistas y revolucionarios de pantalla, así como políticos de visión proyectista desperdiciada y gentes de inteligencia acreditada.
Aquellas célebres puestas del sol, ungidas de luz delicada con pinceles de sutil arrebol, provocan anhelos y antojos cada vez que las evoco y cuando las oigo nombrar, sobre todo, al constatar que poco a poco, después de tanto mirar, va disminuyéndose la luz de mis ojos.
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